logoIntroduzca su email y recibirá un mensaje de recuperación de su contraseña






                    




articulo

Segunda oportunidad

Arantza Echaniz


pdf
Recuerdo que cuando me separé, hace poco más de una década (después de 10 de noviazgo, 15 de matrimonio, dos hijos y más de 10 años en el equipo de prematrimoniales de mi parroquia), una amiga me pasó un texto que me aportó cierto alivio y que solo con el tiempo he comprendido en plenitud. 
 
Cuando has crecido en una familia cristiana, practicante, comprometida; te has formado en centros religiosos; has pertenecido a comunidades cristianas y has seguido una trayectoria acorde con tus creencias, el fracaso del matrimonio hace que se tambalee todo aquello en lo que crees y te sostiene. Tu proyecto de vida se rompe de repente. Te resquebrajas.  Empiezas a culpabilizarte y dar vueltas a qué es lo que he hecho mal; dónde he fallado; habré amado suficiente; qué más podría haber hecho… y muchas cuestiones similares. Además, te acompaña el fantasma de la soledad. Y muchas emociones se solapan: miedo, vulnerabilidad, desaliento, pena, vergüenza, decepción, desamor, culpa, enfado, agitación, expectación, alivio.
 
En el texto al que he aludido, titulado A una cristiana divorciada, José Arregi (Doctor en Teología, ex franciscano y profesor universitario) escribe: «Dios nos llama a vivir en paz. Si amas y vives en paz con tu compañero o tu compañera, aun en medio de los conflictos cotidianos, eres sacramento de Dios. Si en tu primera pareja, por lo que fuera, han desaparecido el amor y la paz, habéis dejado de ser sacramento de Dios». A mi me costó entender esto. Siempre había pensado que con esfuerzo todo se puede superar. ¿Hay matrimonios que superan crisis y baches? Sí. Pero también hay matrimonios que no tienen vuelta a atrás, por mucho que una de las partes se empeñe e incluso llegue a comprometer su dignidad en el intento. Muchas veces mantenemos situaciones imposibles pensando en el bien de nuestros hijos e hijas, y lo que hacemos es proyectarles un modelo que seguramente no es el mejor. Un matrimonio cristiano también se puede acabar, pues quizá nunca llegó a ser una verdadera comunidad de vida y amor al estilo de Jesús. Esto para mí fue lo más difícil de asumir. 
 
Me ha ayudado mucho la profunda reflexión que hice sobre mi relación y mi matrimonio para el proceso de nulidad que obtuve. Descubrí que mi decisión había sido inmadura. En mí había pesado mucho, por toda mi historia, la idea de formar una familia cristiana; y quien fue mi marido cumplía los requisitos que inconscientemente yo tenía interiorizados, más que ser la persona con la que construir (el amor y el matrimonio tienen más de construcción que de sentimiento) esa comunidad de vida y amor. Compartir la fe, tener unas familias de procedencia y unas trayectorias vitales similares ni es suficiente, ni es garantía.
 
Recientemente he asistido a un webinar de Alex Rovira en el que señalaba los pilares para una relación de pareja sana, plena y duradera: caracteres similares que permitan un confort relacional (sin llegar a ser tan iguales que surja el tedio); una escala de valores similar; ternura e intimidad; proyectos de vida convergentes (donde existan «jardines privados»); orgullo social (por estar con la persona que estamos, porque es merecedora de respeto y admiración, y que se nos asocie con ella); y sensación de plenitud (no necesitar «mirar hacia otro lado»). Y para construir un matrimonio cristiano, hay que añadirle poner a Jesús en medio. Todo esto lo escribo desde la gran suerte de haber tenido una inmejorable segunda oportunidad.
 




  SÍGANOS EN LAS REDES SOCIALES
Política protección de datos
Aviso legal
Mapa de la Web
Política de cookies
@2016 Editorial Ciudad Nueva. Todos los derechos reservados
CONTACTO

DÓNDE ESTAMOS

facebook twitter instagram youtube
OTRAS REVISTAS
Ciutat Nuova