Como ya vimos en el artículo anterior, la pubertad es una etapa de cambios a todos los niveles que abre el camino a la adolescencia. Tratamos los cambios físicos, que son los más llamativos y evidentes, pero también se dan a otros niveles: intelectual, afectivo-emocional y espiritual.
A nivel intelectual ocurre un cambio de pensamiento muy importante. Se evoluciona de lo abstracto a lo hipotético-deductivo, y ésta es la característica más relevante del pensamiento típicamente juvenil. La etapa anterior se caracterizaba por la capacidad para conocer y trabajar con símbolos (pensamiento abstracto), ahora se da un paso más y se es capaz de plantear las hipótesis, deducciones y conclusiones.
Otra singularidad que marca esta etapa es la exaltación del pensamiento, y esto provocará que el adolescente todo lo viva con muchísima intensidad. A nivel emocional a veces le jugará malas pasadas, dado que exaltará las experiencias positivas y dramatizará las negativas. Experimentará fuertes y rápidos cambios de humor, que lo desestabilizarán muy a menudo. Hay que avisarles de que les va a ocurrir todo esto.
Ante estas situaciones, los padres debemos actuar de una forma serena pero efectiva. Si nuestro hijo nos comunica un problema o una preocupación, lo debernos escuchar a fondo, “haciéndonos uno” con él, como diría Chiara Lubich, no quitándole importancia a lo que nos cuenta: “eso es una tontería, ya se te pasará”... No debemos banalizar, pero tampoco mostrar angustia o desesperación dramatizando nuestros sentimientos, que a veces son de impotencia ante situaciones concretas. Ellos esperan que los escuchemos y los comprendamos, que nos pongamos en su piel y que los ayudemos. Somos sus padres y hasta ahora –ya por poco tiempo– éramos “esas personas capaces de solucionar cualquier problema”. En estas situaciones deberíamos expresarles que nos sentimos apenados de que esté pasando por “eso” pero que juntos vamos a buscar una solución, y a continuación, buscarla.