Las relaciones entre docentes y alumnos: un buen caldo de cultivo para que surjan dificultades... y resolverlas.
Un niño transparente
Las maestras estaban preocupadas por ese niño extranjero de apenas seis años, cuyos ojos profundos y oscuros parecían desafiar al mundo, tan distinto del que acababa de dejar. «¡Y pensar qué entusiasmado estaba los primeros meses de clase! ¿Qué le habrá pasado a Paul?», se preguntaban después de un largo día de trabajo tratando de dar con una solución al caso.
Durante los primeros meses del curso, Paul estaba aprendiendo a hablar, leer y escribir en su nuevo idioma. Los problemas parecían pequeños contratiempos que se podían resolver con serenidad. En cambio…
De las dos maestras, Laura era la que más desanimada estaba: «¿Y qué le habrá pasado con sus compañeros? Todos se quejan de él. Hasta hace poco era tan simpático y positivo; ahora se ha vuelto un provocador: patadas, puñetazos, empujones… ¡Tenemos que ser más severas! Ya le hemos avisado muchas veces. Y los padres no han venido cuando los hemos llamado. Este niño se salta todas las normas».
«Me gustaría entender qué le pasa. Paso muchas horas al día con él, trataré de escucharlo y de acompañarlo más de cerca», propuso Beatriz. «¡Sí –repuso Laura–, como si fuera fácil con otros 26 alumnos, cada uno con sus problemas!»
«Fijémonos un plazo y evaluemos luego qué hacer. ¿Qué dices?». «Habría que actuar con rapidez, pero a lo mejor lo que propones sirve para algo. Intentémoslo».
Una vez hallada la orientación, se podía seguir. Pasaron los días. Beatriz y Laura inventaron juegos y tareas en las que los niños pudieran expresarse. Notaron que Paul no se dibujaba nunca con sus padres, sino separado de ellos, en otro folio…
A pesar de que Paul siguiera inquieto y rebelde, algo empezaba a cambiar. Se había suavizado un poco y buscaba el apoyo de las maestras. Los padres, sin embargo, seguían sin acudir a la cita con ellas.
«¡Hola, Paul!», lo saludó Beatriz esa mañana. Y de repente, sintió un apretón en la mano. El niño se la había agarrado y no parecía que fuera a soltársela. Estaba tranquilo. Parecía como si quisiera servirse de ese apretón para poder ser fuerte y autónomo. Y ese día, la tenacidad de las maestras se vio premiada. Sin deshacerse de él, Beatriz pensó: «¡Por fin!» Y le enseño una serie de copas, bonitas y brillantes, del estilo de los mundiales de fútbol. Paul sonreía embobado. «Paul, cada vez que seas bueno y prestes atención, te regalaremos una de estas copas. ¿Te gustan? Así se la podrás enseñar a tu mamá, que se pondrá muy contenta de ver qué bueno es su hijo». Él se iluminó, abrió mucho los ojos y dijo dulcemente: «¡mamá!». Después se echó a los brazos de la maestra, que se había quedado literalmente con la boca abierta. Paul tenía los ojos húmedos, como si estuviera reconociendo que necesitaba ayuda.
Las maestras volvieron a llamar a los padres, que les contaron algunos de sus problemas y aceptaron recibir ayuda profesional. También prometieron pasar más tiempo con su hijo pequeño y mostrarle más cariño.
Ahora Paul ya no tiene necesidad de llamar la atención para expresar su insatisfacción y se relaciona normalmente con sus compañeros. Pero cuando llega a clase por la mañana, sigue yendo hacia su maestra y le da la mano para sentirse querido y apreciado. Todavía queda mucho camino por delante y muchas manos a las que agarrarse para sentirse fuerte, muchos gestos para sentirse generoso, pero lo más importante es saber orientarse y tener una mirada atenta que sepa reconocer a estos niños y les haga sentirse libres y tranquilos.
Y ésta es sólo una de las muchas pequeñas historias de cada día que cuentan las paredes de las aulas entre un timbre y otro, pero sólo a los que se paran a escucharlas. Con paciencia y sin prisa.
El compañero difícil
Cristina estaba el curso pasado en el colegio, ahora va al instituto. Cuenta que en su clase coincidieron varios amigos que ya se conocían del colegio y también había nuevos compañeros...
«Entre ellos, estaba un chico que había repetido varias veces 1º de ESO. En los cambios de clase, este chico se dedicaba a pegar a los compañeros. Al principio nos parecía una broma, pero estábamos equivocados: él lo hacía por diversión, pero no se daba cuenta de que se estaba pasando. Teníamos miedo de plantarle cara y decirle que parase porque podía pegarle a cualquiera.
»A mí nunca me pegó, pero me acordaba de la regla de oro: si yo estuviera en el lugar de mis compañeros, me gustaría que algún amigo me apoyase y me defendiese. Era muy difícil. Por un lado, miedo a que te llamen “chivato”, y por otro lado, miedo a que ese compañero, o su pandilla, la tomen contigo.
»Un día le estaba pegando a un amigo mío y veíamos que ya iba en serio. Así que entre varios nos atrevimos a plantarle cara. Algunos salieron mal parados, pero nos sentimos muy contentos porque en estos casos es cuando uno se da cuenta de quiénes son sus verdaderos amigos. Les dije a mis compañeros que teníamos que ir a informar a la jefatura de estudios de lo que nos estaba pasando. Nos costaba un poco porque toda la clase iba a saber quiénes éramos los que habíamos ido, pero había que ser justos: muchos compañeros estaban sufriendo las agresiones.
»Hubo una investigación y este compañero fue expulsado durante un mes del instituto. Él mismo acabó confesando la verdad, y su propio padre vino al instituto a pedir perdón al resto de padres. Para mí fue una experiencia muy fuerte, que nunca olvidaré, porque lo pasamos muy mal, especialmente cuando nos sacaban de clase para interrogarnos y ver si lo que decíamos era cierto o nos lo habíamos inventado. Pero estoy muy contenta de haber obrado bien y de haber hecho por otro lo que me gustaría que hiciesen por mí. Unos días después me invitaron a ir a un congreso de la UNESCO sobre el proyecto “Escuela, espacio de Paz”. Fui con otros tres chicos, acompañados por la directora y la orientadora del Instituto.
»Al cabo del mes, este compañero volvió a clase. Al principio temíamos que no hubiese cambiado de actitud y siguiese siendo violento. Pero no ha sido así. No se han vuelto a repetir los actos violentos y además ha comenzado a tener una relación normal con todos. Sigue siendo un poco especial, pero no ha vuelto a pegar a nadie.
»A pesar de ser la única chica que declaró como testigo de lo que estaba pasando, a lo largo del curso he podido tener una buena relación con él. En ocasiones me ha preguntado alguna duda sobre los problemas de matemáticas, o de las asignaturas que le cuestan más trabajo, y yo he procurado ayudarle lo mejor que he podido. Estoy convencida de que vivir la regla de oro en estos momentos difíciles también ayuda a este tipo de personas. El amor todo lo puede».