Hemos vivido, y estamos viviendo, situaciones de incertidumbre e inseguridad, sin saber qué va a pasar mañana. Las imágenes de la pandemia nos han entrado por la tele al corazón herido. Y encima sin poder asistir a un funeral ni compartir el luto, sin poder realizar actividades cotidianas, ni mis costumbres, ni mis rituales… Hemos perdido el contacto con el otro, algo a lo que estamos predispuestos no solo social sino biológicamente, según afirman los científicos. La cuarentena, además, me hizo consciente de que soy un sujeto en riesgo y me recordó la experiencia del infarto. En fin, que todo esto me lleva a reflexionar sobre mis emociones, sobre el sentido de la vida y a recogerme dentro de mí.
Las reflexiones en la intimidad y los gritos de dolor y rabia de algunas personas que me han llamado me han llevado a la dimensión de la fragilidad, y me ha parecido constitutiva del ser persona y seres en relación. Ese niño que todos llevamos dentro, centro de vitalidad, afectividad y emotividad, puede ser herido. Nos permite sentir cómo fluye nuestra vida, vivir las alegrías que no querríamos que acabasen, sufrir por las pérdidas, enojarnos, tener miedo, amar… Es nuestra parte más humana, más vital y al mismo tiempo más delicada. Gracias a él las relaciones personales dejan de ser cosas que hacemos juntos y pasan a ser sentir juntos. Es la puerta hacia relaciones auténticas e íntimas.
Leer más