«El amor por la música es igual que en una pareja: al principio uno se enamora de la belleza, pero se debe continuar conociendo al otro, si no, se acaba pasando. La música es un don maravilloso para profundizar en Dios, enamorarte y comprometerte con él, con su obra y con los demás. Es un enganche espiritual buenísimo. Decía San Agustín que “quien canta reza dos veces”. No cantando de cualquier manera, claro… pero hoy en día es especialmente importante hacer música que pueda llevar a Dios, que pueda tocarle a alguien y hacerse preguntas. Claro que luego debe continuar con una vida interior; con una relación de tú a tú con el Señor. Eso es fundamental.
»Yo descubrí a Dios en los silencios después de haberle estado cantando, y en los momentos más duros, es donde Dios me ha hablado de una manera más fuerte, a través de la música, y lo sigue haciendo. Me ha ayudado a componer para sacramentos, como la Eucaristía, que creo que es algo precioso que deberíamos retomar desde la música católica.
»Nosotros somos conscientes de que nuestra música no le gusta a todo el mundo, pero estamos ahí porque Dios nos lo pide y porque, a través de ella, hay personas que terminan llegando a la fe de la forma que él quiere. En estos años hemos vivido de todo: desde un chico que comenzó un concierto increpándonos y lo terminó confesándose con uno de los sacerdotes, a jóvenes que, en un momento difícil, han puesto una de nuestras canciones y Dios les ha hablado. Ahora bien, nosotros no salvamos a nadie. Nos limitamos, como ya hizo Juan Bautista (la voz del desierto), a anunciar al único que salva. Nuestra música es un don del que Dios se vale para poder llegar a los más jóvenes, hablando su lenguaje. Pero si lo hacemos por algo, es por evangelizar. De lo contrario, daría igual estar tocando delante de una, que de cien o mil personas. Es Dios quien está detrás de todo esto y nosotros, que no se olvide, solo somos instrumentos».