Nos atrajo el haberla contemplado así, con el alma, y nació en nosotros un amor nuevo por ella. Amor al cual ella respondió evangélicamente manifestando más claramente a nuestra alma lo que la hacía altísima: el ser Madre de Dios, Theotókos. Bastó una mínima intuición de este misterio para que enmudeciésemos en adoración, dando gracias a Dios por haber obrado tanto en una criatura.
Es decir, María no era solo –como pensábamos anteriormente– la jovencita de Nazaret, la criatura más hermosa del mundo, el corazón que contiene y supera todos los amores de las madres del mundo: era la madre de Dios. Ella se nos presentaba en una dimensión que hasta entonces había permanecido completamente desconocida para nosotros, y era como si la conociésemos por primera vez.
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En efecto, María es Madre de Dios porque es madre de la humanidad de la Persona única del Verbo, que es Dios, el cual quiso hacerse hombre. Pero el Verbo no se puede concebir nunca separado del Padre y del Espíritu Santo. El propio Jesús, hijo de María, le dice a Felipe cuando le pide que les muestre al Padre: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre… Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» (Jn 14, 9-10).
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