De la vida misma
Incluso recoger una botella rota de la calle tiene su valor. Pequeños ejemplos de convivencia cotidiana que nos envían los lectores.
Mi comunidad de vecinos
En el edificio donde vivo hay otras siete familias. Las cuentas de la comunidad de vecinos las lleva de manera muy sencilla una de las señoras que vive en el edificio mismo. Todos nos conocemos, pero aun así a veces se crean situaciones incómodas. Por ejemplo, el dueño del negocio que hay en la planta baja empezó a coger la costumbre de dejar aparcada su furgoneta justo delante de su tienda, pero esa zona es de paso obligado para todo que quiera entrar en el edificio. Y la consecuencia fue que se abrió una polémica entre el dueño del negocio y los vecinos a propósito de si él tenía derecho o no a utilizar esa zona delante de su tienda.
Una tarde, mientras volvía a casa, se me ocurrió pasar a hablar con el dueño de la tienda, pero antes de llegar a decirle nada él empezó a meterse conmigo porque la tarde anterior yo, sin darme cuenta, había dejado aparcado mi coche de tal manera que le impedí estacionar su furgón, y él lo había interpreado como una provocación. Le pedí disculpas y le aseguré que en adelante pondría más atención. Sólo entonces me preguntó qué era lo que quería decirle, y yo le rogué que aparcara su furgoneta un poco más allá para no entorpecer la entrada del edifico. De nuevo se deshizo violentamente en improperios, como si yo hubiese ido a insultarlo a propósito.
«Habiéndolos amado, los amó hasta el final», dice el Evangelio. Así que mantuve la calma y traté de decirle que yo no tenía la más mínima intención de ofenderlo, que sólo quería pedirle un favor... Al final, cuando me di cuenta de que no atendía a razones, me despedí con toda la amabilidad de que fui capaz.