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Amar la patria del otro

Jordi Marjanedas

Uniformando pueblos y culturas, el Estado-nación es el origen de innumerables conflictos. Existe una solución.


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En 1648 la Paz de Westfalia señaló el final de las guerras de religión, que

ensangrentaron durante décadas varios países europeos. En realidad, la causa de estas guerras no habían sido cuestiones doctrinales sino jurídicas, pues los territorios que habían seguido la reforma protestante no podían aceptar una legislación fundada en principios teológicos católicos.

Tras miles de muertos, finalmente se entendió que las categorías absolutas propias de la religión no podían aplicarse a las leyes civiles, necesariamente limitadas y siempre perfectibles. Y así, con los tratados de Münster y Osnabrück se constituyó un nuevo orden social con un poder político desvinculado del religioso, dando origen al Estado moderno.

La Paz de Westfalia tuvo consecuencias trascendentales, como que la autoridad política, personificada por el monarca, perdía toda legitimidad religiosa, o que las personas adquirieran una nueva libertad para participar en la cosa pública. Ya en 1680, una revolución le impuso al despótico monarca de Inglaterra una constitución en la que el parlamento ejercía el poder supremo.

Años más tarde los colonos ingleses de América conquistaron su independencia, ejemplo seguido después en todo el continente americano. Nacían así nuevos Estados artificialmente creados por la voluntad colectiva de personas que además otorgaban su afecto a las nuevas patrias. Nacían los Estados-nación.

 

El Estado-nación y los pueblos

La revolución francesa introducirá en Europa el modelo de Estado-nación:

la soberanía pasa del monarca al Estado laico, el cual exige la absoluta fidelidad de los individuos en cuanto que se presenta como expresión de la voluntad del pueblo.

Suiza, con una larga tradición pactista entre sus grupos culturales, creó un Estado confederado incorporando tanto a individuos como colectividades, pero por lo general los nuevos Estados- nación adoptan el modelo absolutista de gobierno ejercido por los monarcas, los cuales habían intentado uniformar culturalmente los territorios bajo su autoridad incluso con medidas crueles.

La dificultad de las naciones modernas para considerar su patria como un ente culturalmente plural hará pensar, especialmente en el centro de Europa, en la necesaria identidad de «un Estado, un pueblo; y un pueblo, un Estado», eslogan coreado en la Primera Guerra Mundial.

 

Limitaciones del Estado-nación

Pero el Estado es una construcción humana, artificial. Y en él la nota de soberanía ha adquirido una dimensión absoluta que es incapaz de una meta superior. De este modo encierra a los ciudadanos en un individualismo colectivo, los cuales entonces esperan poder satisfacer su natural exigencia de crecimiento y realización con el encumbramiento del proprio Estado.

Encerrados egoístamente en sí mismos, los Estados-nación crean los imperios coloniales y provocan entre ellos los conflictos bélicos más violentos y sangrientos que registra la historia.

Además, reducen la variedad de culturas a simple fenómeno folclórico, ignorando que la pertenencia a un grupo cultural determinado es parte intrínseca de la identidad de la persona.

Al desdeñar la solidaridad natural propia de las culturas, el Estado-nación convierte a los ciudadanos en mera agregación de individuos, a “un montón”. Siendo primer ministro, Margaret Thatcher llegó a afirmar que «la sociedad humana no es otra cosa que la suma de los individuos y de las familias que la habitan».

 

Sentimiento de desorientación

Cuando en el mejor de los casos el Estado es el resultado de una mayoría numérica de ciudadanos, estos no sienten que represente en verdad la voluntad popular. Ahí radicaba para Simone Weil el desencanto por la República que los

franceses demostraron ante la invasión nazi: «Se puede creer en la soberanía nacional mientras malos reyes o emperadores le impiden expresarse. Se piensa: ¡Si no existieran! Pero cuando ya no existen, cuando se ha establecido la democracia y no obstante parece evidente que el pueblo no es soberano, es inevitable que nazca un sentimiento de confusa desorientación».

La insostenible desigualdad social existente hoy en el seno de los Estados modernos muestra claramente su incapacidad para construir la armonía social con el solo juego democrático.

A pesar de sus limitaciones, el Estado- nación se ha convertido en la única forma de organización político-social hoy existente. Se han creado nuevos Estados, especialmente en el proceso de descolonización, que han diseñado un mapa político mundial que desde el

punto de vista de las culturas y de los pueblos es completamente aberrante. En su toma de posesión como primer presidente de la República del Senegal, Léopold Sédar Senghor afirmó sin pestañear: «Nuestra historia empieza con la revolución francesa», asumiendo así el modelo de Estado-nación e ignorando la historia que había forjado la auténtica y variada idiosincrasia de su gente.

 

Amar la patria del otro

El hecho es que la distinción de los ámbitos político y religioso sancionada con la Paz de Westfalia espera aún ser entendida correctamente. De hecho, el Estado laico ha relegado impropiamente la religión al ámbito privado y la ha reducido a un simple objeto de opinión personal.

Al mismo tiempo, esa distinción que ha madurado con la modernidad conlleva reservar el valor de lo absoluto exclusivamente al ámbito religioso. De este modo, para un cristiano será una inaceptable idolatría dar un valor absoluto a su Nación y calificar la propia patria como eterna le parecerá una blasfemia. Si a la «patria» se le confiere un significado total, exclusivo, un cristiano tiene una sola patria, situada más allá de este mundo.

Hay muchas naciones y la mía no es ciertamente la única. Cada una de las otras, considerada en sí misma, es igualmente digna de mi amor. Es responsabilidad urgente de todos poner el amor como base de las relaciones entre pueblos y culturas, ya sea las que existen en nuestro propio Estado o fuera de él, amando la patria del otro como la propia, desarrollando así una ética entre las colectividades que aún está por ser elaborada.





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