Uniformando pueblos y culturas, el Estado-nación es el origen de innumerables conflictos. Existe una solución.
En 1648 la Paz de Westfalia señaló el final de las guerras de religión, que
ensangrentaron durante décadas varios países europeos. En realidad, la causa de estas guerras no habían sido cuestiones doctrinales sino jurídicas, pues los territorios que habían seguido la reforma protestante no podían aceptar una legislación fundada en principios teológicos católicos.
Tras miles de muertos, finalmente se entendió que las categorías absolutas propias de la religión no podían aplicarse a las leyes civiles, necesariamente limitadas y siempre perfectibles. Y así, con los tratados de Münster y Osnabrück se constituyó un nuevo orden social con un poder político desvinculado del religioso, dando origen al Estado moderno.
La Paz de Westfalia tuvo consecuencias trascendentales, como que la autoridad política, personificada por el monarca, perdía toda legitimidad religiosa, o que las personas adquirieran una nueva libertad para participar en la cosa pública. Ya en 1680, una revolución le impuso al despótico monarca de Inglaterra una constitución en la que el parlamento ejercía el poder supremo.