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Jason el ladrón

Andrés Sánchez de Mora

Las vacaciones llegan ya a su fin, pero las historias vividas por cada uno de nosotros, si nos han enseñado algo, permanecen. Esta es una de ellas.


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En Honduras viví durante una semana en una granja con 14 niños de todo el país, que

residían allí para estudiar bachillerato en un pueblo cercano. Un día los españoles les compramos un balón porque no podían pagarlo. Se lo compramos a un tal Jason por 100 lempiras (4,50 euros).

Dos horas después, más de diez niños vinieron a explicarnos que ese balón era de ellos, lo que parecía indicar que Jason se lo había quitado. Pasé los tres días siguientes intentando convencer a los chicos de que fueran a ver a ese “timador” para que les diera el dinero. Pero ellos parecían evitar el encuentro. Tomé su reacción como un signo de miedo a Jason, y decidí ir yo, aunque fuera solo. Al final me acompañaron cinco de ellos y otra española indignada.

Nuestra indignación era justa: Jason se había aprovechado de estos pobres chicos. Les había timado y le tenían tanto miedo que no se atrevían a reclamar lo suyo. «Seguro que se cree muy listo –pensé–, que piensa que las reglas no van con él, que lo que hace es “gracioso”. Ya he visto muchos adolescentes tan “inteligentes” como él y ninguno acaba bien».

Su casa estaba lejos. Tuvimos que andar 20 minutos por un sendero que se metía en una especie de jungla. Ahí fue cuando supe que Jason no vivía en una agradable casa de campo, pero nunca me imaginé lo que estaba a punto de ver.

La casa de Jason era una chabola. No una chabola india como las que había visto antes, de paja y adobe, pobre pero suficiente; era una chabola miserable, formada únicamente por palos de madera que dejaban muchísimos huecos en las paredes y en el tejado. Dentro, donde no había absolutamente nada aparte de cuatro niños sucios y serios, estaba el padre de Jason, durmiendo en el suelo de tierra. Nos dijo que su hijo estaba trabajando en el campo, aunque a nosotros eso ya nos daba igual. Después de lo que habíamos visto, no pensábamos volver a por ese dinero.

Fue entonces cuando entendí por qué no habían querido reclamarle el dinero. «No queríamos pedirle el dinero porque es bien pobre. Solo queríamos aclarar las cosas», me confirmó Eduard, uno de los chicos.

Al día siguiente, cuando ya me había olvidado de todo, los chicos de la granja me dijeron que Jason estaba en la puerta. Salí a hablar con él, preguntándome para qué vendría a vernos Jason, el timador por necesidad.

A pesar de ser casi un adulto, Jason era mucho más delgado que cualquiera de los chicos de la granja. Comenzó a hablarme mirando al suelo, con muchísima humildad: «Supe que me andaban buscando por lo del balón. Yo le explico. Me lo encontré en la cancha y pensaba que no era de nadie, y por eso lo vendí. Me dispenso y acá le traigo los cien lempiras».

Yo no entendía nada. «¿En serio, Jason? – pensé–. Con cien lempiras puedes comprar cuarenta huevos de gallina o doscientos plátanos. ¿De verdad vas a darle el dinero a un español que se lo gastará en cualquier tontería de niño rico?».

Me puse muy nervioso e intenté decirle que no quería el dinero. Pero Jason se reía y decía que no, que no quería el dinero de un engaño. «Pisto sucio». Después sacó el billete de cien lempiras que le habíamos dado y me lo tendió, casi poniéndomelo en la cara.

Al principio creía que Jason no entendía que cien lempiras para los voluntarios españoles

no es nada, que no entendía lo ricos que somos en España en comparación. Sin embargo, al seguir hablando con él vi que sabía lo ricos que somos, pero era demasiado honrado para quedárselo, aunque fuera lo más lógico. Como no podía convencerlo, llamé al resto de españoles y les expliqué la situación, pero ellos tampoco consiguieron nada. A Jason nuestro empeño le hacía mucha ilusión (la sonrisa y el brillo de sus ojos le delataban cada vez que le decíamos que se quedara el billete), pero estaba convencido de que el dinero era nuestro y así debía mantenerse.

Tras diez minutos de disputa por menos de cinco euros, Jason aceptó el dinero (los siete fuimos MUY pesados). Nos dio las gracias mil veces; dijo que lo usaría para algo bueno y se fue a su casa.

Y mientras se iba me di cuenta de algo: que el día anterior ya le tenía juzgado –y condenado– de forma definitiva, y que no podría haberme equivocado más, porque criticaba a la persona que ha hecho el gesto más honesto que recuerdo. Es increíble. El día anterior estaba criticando a Jason, a Jason ¡el honrado!





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