Cuando conocí la Economía de Comunión (EdC), me sentí completamente identificado con su trasfondo y su dinámica de trabajo, que se basa en una sostenibilidad económica alejada del capitalismo. Desde hace cuatro años trabajo con mi padre en una tienda de máquinas de coser y al llegar pensé cómo podía aplicar la EdC en mi trabajo.
En un año o quizá dos él seguramente se jubile y tenga que quedarme yo al cargo. Para mí es una gran oportunidad para centrar el valor de la persona. En este negocio existe mucha competencia y trabajo sumergido, que al no requerir infraestructura ni pagar impuestos tienen más ganancia. Nosotros preferimos destacarnos del resto, siendo quizá un poco más caros, pero con la garantía de que el trabajo debe salir perfecto. Mi padre me dice siempre que cuando haga algo, lo haga como si fuese para mí mismo, y que no hay que devaluar ni infravalorar el trabajo que estás realizando.
Una vez escuché que realmente entiendes la EdC cuando ves la pobreza y sientes la necesidad de ayudar. En mi tienda, intentamos recoger las máquinas que la gente va a tirar, las arreglamos y las mandamos a familias necesitadas. En el Congo, por ejemplo, ya hay 23 familias comiendo gracias a esas máquinas que enviamos. Más que mandarles dinero, se trata de dignificar a la persona dándoles las herramientas para que puedan valerse por sí mismos.
Podríamos coger esas máquinas que quieren tirar y desguazarlas para vender sus piezas y así ganar más dinero, pero sentíamos esa necesidad de ayudar de alguna forma a gente que lo necesite. Para nosotros no se trata de ganar más y actuar como hace la mayoría de la sociedad capitalista, sino de poner realmente a las personas en el centro de la empresa, ofreciendo apoyo tanto personal como profesional, y, sobre todo, dando una calidad sincera y humana a las relaciones que en el día a día construimos.
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