Hace diez años moría Roger Schutz, fundador de la Comunidad de Taizé, la «pequeña primavera».
De niño, Roger Schutz sentía debilidad por su abuela Marie-Louise. Así se lo confesó en cierta ocasión a Juan Pablo II: «Puedo decirle que, siguiendo los pasos de mi abuela, encontré mi identidad cristiana, reconciliando dentro de mí la corriente de fe de mis orígenes evangélicos con la fe de la Iglesia Católica, sin romper la comunión con nadie».
Y es que la abuela tenía un particular sueño que no se cansaba de repetir a su nieto: la unidad de los cristianos. Había vivido los horrores de la guerra y estaba convencida de que la reconciliación de los cristianos sería la única posibilidad de evitar nuevos desastres en Europa. Por eso, aunque era protestante, iba a las iglesias católicas, y no porque pensara en convertirse, sino por poner en práctica su sueño.
En su juventud, Roger pudo empaparse de teología y música. Le gustaba escribir, pero ese no era su camino. En cambio, poco a poco fue entendiendo que quería realizar el sueño de su abuela, o sea, fundar una comunidad en la que poder vivir la reconciliación entre fieles de distintas denominaciones. Así que a los 25 años se montó en su bicicleta para recorrer Francia en busca de un lugar donde realizar ese sueño. Y a golpe de pedal llegó a un pueblecito sobre una colina, muy cerca del lugar que en la Edad Media había sido un faro para la cristiandad: la abadía de Cluny. El pueblo se llama Taizé.
Una mujer lo invitó a comer: «Quédese aquí. Estamos tan solos».