¿Por qué resulta tan difícil dialogar con quienes no piensan como nosotros?
En el intercambio de opiniones sobre temas políticos, éticos o religiosos, nos encontramos con frecuencia con actitudes tremendamente cerradas; las personas se suelen alterar, se salen del tema, discuten todo, muy a menudo sin dar explicaciones muy lógicas y desatendiendo las que se les dan a ellos. No se escuchan entre sí, y no es raro que una discusión de este tipo termine en un fuerte enfrentamiento en el que se puede llegar al insulto, a enfadarse de verdad; a veces pueden hacer que alguien se sienta herido y llegar a distanciar a las personas. Hay grupos de amigos en los que está prohibido hablar de temas políticos o religiosos para evitar disgustos y malos ratos.
Prejuicios
Una vez le oí decir a un profesor de Psicología que la diferencia entre una convicción y un prejuicio es que la primera puede defenderse sin alterarse. En efecto, los prejuicios son pensamientos inconscientes que la persona no cuestiona; necesita defenderlos para no sentirse mal, de modo que será inútil todo argumento que se le dé. Por muy claro y racional que sea el razonamiento, no podrá aceptarlo, y buscará argumentos cogidos incluso por los pelos para intentar defender su posición, aunque para todos sea evidente lo contrario.
En otros casos puede tratarse de una idea con la que la persona se identifica emocionalmente: el reconocerse equivocado puede significar que se hunden sus convicciones, las bases en las que siempre ha apoyado su vida, a las que se ha aferrado irracionalmente para sentirse seguro. Siente que las necesita para mantener un mínimo de serenidad interior, pues esas ideas le sirven para justificar actuaciones personales, familiares, de partido, nacionales, etc. Suele ser en personas con estos prejuicios en las que se dan los fanatismos, los fundamentalismos y las posturas más radicales e intransigentes. En estas categorías entran frecuentemente ideologías políticas o religiosas.