Valor a la hora de proponer una visión distinta de la relación entre cristianos y musulmanes.
Los días de los atentados terroristas de París y de la enésima matanza en Nigeria estaba de paso en una ciudad que no es la mía. El domingo asistí a misa en una parroquia en la que nunca había estado. En mitad de la homilía sentí una desazón enorme cuando oí al párroco decir que, a diferencia de los cristianos, los musulmanes no pueden dejar de imponer su fe, pues son fundamentalistas por motivos… «coránicos». Temía que quienes estaban escuchando esa homilía difundieran su error.
Es cierto que en ningún momento pronunció la fórmula: musulmán es igual a terrorista, pero esos días en que aún estábamos bajo los efectos de los atentados, con los medios de comunicación haciendo simplificaciones que para nada se acercan a la verdad, lo último que hacía falta era echar más leña al fuego. Además, sus palabras no hacían referencia alguna a los comunicados de los líderes religiosos y civiles musulmanes, de los fieles musulmanes, de los encuentros interreligiosos que, con claridad y en repetidas ocasiones, habían expresado que esa fórmula es peligrosa, aparte de inaceptable histórica y culturalmente.
Dentro de mí comencé a hablar con Jesús: «¿Cómo puedo amar a este sacerdote? ¿Debo esperar a que acabe la homilía y rogarte que quienes están escuchando anden completamente distraídos de manera que esas palabras no siembren más cerrazón ni división? ¿Quieres que, no obstante mi timidez, me levante y diga desde el banco que lo que acaba de decir un ministro tuyo no es cierto? ¿Cómo puedo ser ahora constructor de paz?». Pedí ayuda al Espíritu Santo. Entre las soluciones que se me cruzan por la cabeza, incluida la tentación de dejar pasar el incidente, me pareció que Él me estaba recordando la relación personal que se debe establecer con un hermano cuando se equivoca. Así que decidí hablar con el sacerdote cuando acabase la misa.