Óscar Romero, hombre manso, obispo defensor de los oprimidos, fue asesinado el 24 de marzo de 1980 mientras celebraba misa. El día anterior había invitado públicamente a los soldados a desobedecer las órdenes injustas de las autoridades. La historia es conocida. En internet podemos oír el audio de esa última homilía que pronunció en la catedral y ver las fotos de su rostro ensangrentado mientras yace en el suelo, en medio de las hermanas que atendían la residencia para enfermos terminales en la que el obispo había decidido vivir. Un testimonio de santidad tan evidente como el martirio que compartió con su pueblo. Y la violencia no se detuvo ni siquiera el día de su funeral, ya que unos soldados convenientemente seleccionados mataron a cincuenta fieles, sembrando el pánico entre la multitud.