La persona optimista, esa que cree que vale la pena vivir la vida, surge por lo general de un entorno positivo, donde las relaciones han estado basadas en la confianza y han sido firmes y sólidas.
No obstante, a pesar de su esfuerzo por generar relaciones positivas, la sociedad no se lo pone fácil, porque abundan unos antivalores que proponen todo lo contrario: el engaño, la desconfianza, la banalidad, la desvinculación, ganar aunque sea perjudicando a terceros, etc. Esto, se quiera o no, contamina a las personas que lo padecen y acaban contagiándose de estas malas prácticas.
Una simple mirada a la actualidad nos permitiría extender una larga lista de mentiras, tanto públicas como privadas, que reflejarían la auténtica cultura del engaño en la que la sociedad se encuentra inmersa: promesas electorales reiteradamente incumplidas, informaciones sobredimensionadas para favorecer determinados intereses, tratos de favor en la adjudicación de contratos, dobles contabilidades, dinero negro, paraísos fiscales... En las altas esferas de la responsabilidad política, donde las decisiones afectan a millones de personas, la mentira también campa a sus anchas. ¿Cómo se ha podido degradar tanto la ética pública?
En el Gorgias de Platón, los contertulios de Sócrates afirman que es peor sufrir la injusticia que cometerla, o lo que es lo mismo, es mejor cometer la injusticia que sufrirla. En esta afirmación se dibuja el perfil de la cultura actualmente imperante en muchos ámbitos. Sin embargo, el engaño nunca es justificable. La cultura del engaño está en las antípodas de la cultura del Evangelio, basada en la verdad, la justicia, el amor, la paz.
Las semillas de estos valores están misteriosamente esparcidas por muchísimos lugares. Los arapesh, una ancestral tribu de las Islas Trobiand (Nueva Guinea), han generado una auténtica cultura de la solidaridad, el amor, la ternura y el buen humor. Los antropólogos han constatado que ríen siempre, y en parte también por este motivo la población está sana física y psicológicamente. Tal vez deberíamos aprender de ellos.
Contrasta este hecho con la trágica noticia de la muerte en el Mediterráneo de al menos 700 inmigrantes frente a las costas de Libia, que también buscaban la felicidad. 700 son muchísimos, pero podrían ser más. El peor naufragio de la historia en el Mediterráneo.
Nuestra valoración sobre este terrible tráfico humano es de sobra conocida desde hace años. Hoy permanecemos en silencio. En oración.