La globalización nos hace más cercanos, pero no más hermanos». Esta frase, que posiblemente muchos de nosotros suscribiríamos, es del papa emérito Benedicto XVI (Caritas in Veritate 19). El mundo se ha convertido en una aldea global, ciertamente. Tan pronto como sucede algo en cualquier rincón del planeta, todos nos enteramos al momento. Lo que ocurre a miles de kilómetros de distancia, tarde o temprano nos acaba afectando más de lo que creíamos.
No obstante, con todas las redes de interconexión que se quiera, con toda la interdependencia que las problemáticas globales provocan, no vivimos juntos, por así decirlo, sino unos al lado de otros. No nos sentimos miembros de la familia humana. El desarrollo humano del que hablé en el artículo anterior, un desarrollo integral y solidario, exige poner la fraternidad como base de la convivencia.
Una economía mundial cada vez más dominada por el utilitarismo, el materialismo y la debilidad estructural de las instituciones políticas nos incapacita para entender lo «humano». La complejidad y la gravedad de la situación actual exigen una profunda renovación cultural y nos obliga a revisar el camino, establecer nuevas reglas, encontrar nuevos compromisos. Las desigualdades crecientes dentro de un mismo país y entre poblaciones de países diversos tienden a empeorar la cohesión social y democrática, y solo se puede superar con «imaginación social» –como decía Pablo VI–, que favorezca la creatividad humana y aproveche la crisis como una gran ocasión de discernimiento.