Hay un dicho popular que reza: «Cada uno es cada uno y tiene sus cadaunadas». De forma clara y sencilla viene a decir que somos como somos y no es fácil cambiar.

Hay distintas maneras de entender la vida. En un extremo estaría esa actitud que es puro egoísmo, en la que priman la codicia, el engaño, el dominio, la injusticia, la violencia… Todo vale con tal de salir ganando. Y en el otro extremo estaría la forma de entender la vida en la que el valor principal es la generosidad, la gratuidad. Aquí ya no hablamos del yo, sino del nosotros. La obsesión por tener se transforma en el gozo de compartir y donar; la injusticia y el engaño, en justicia y verdad; las apariencias, en autenticidad; el dominio y la violencia, en respeto, valoración y amor por los demás. Entre estas dos actitudes extremas se encuentra en cada persona una cierta mezcla, más de una que de la otra, más de la otra que de una. A veces nuestra actitud es más generosa, otras nos dejamos llevar por el egoísmo.

Para simplificar el cuadro, nos podríamos preguntar: ¿quién tendrá una vida más feliz y plena, los egoístas o los generosos? Es evidente que la actitud generosa ante la vida produce una calidad de relaciones con los demás que no se genera con la actitud egoísta y cerrada. Quienes viven habitualmente la generosidad y la entrega a los demás difícilmente abandonan esta actitud, porque han probado la alegría y la paz que esta manera de entender y vivir la vida les deja en el corazón. Como humanos que somos, podemos tener tropiezos y retrocesos, pero uno es consciente de que la opción que ha tomado no tiene precio y no está dispuesto a abandonarla.

Pasar de una vida egoísta y cerrada en uno mismo a una vida inspirada en el amor y la confianza es lo que podríamos denominar «conversión». La conversión es un cambio radical en la manera de pensar y vivir. En muchos casos este cambio se produce por contagio, por el testimonio de una persona o un grupo. Es como un acto de confianza en la fuerza liberadora del amor.

Ése sería el primer paso, pero luego vendría una segunda conversión, que debe producirse día tras día y es un camino que no acaba nunca, en el que se procura retocar, rehacer o enderezar todo lo que sea humanamente mejorable en todos los ámbitos de nuestra vida: la familia, el trabajo, el deporte, los negocios, los vecinos, la vida pública, la política… Es un cambio que diviniza nuestra vida, precisamente porque la vuelve más profundamente humana.