Vivimos bajo presión, aplastados por el trabajo, por el estrés, por los negocios, por la ideología de la eficacia, los resultados, los números, las cifras… Las ideas que imperan son las que se pueden traducir en ganancias; un programa televisivo es bueno si su audiencia es de millones de telespectadores; la felicidad depende de la cuenta bancaria, y el buen humor, de la subida de la bolsa; el buen estado de salud de un país lo determina su PIB; el éxito se mide en caballos de vapor…
Todo puede medirse, pero no el ocio, que es neutro, pasivo, equilibrado, estático, perezoso, sedentario, y no necesita obtener resultados ya que, mientras que el trabajo duro da frutos a largo plazo, el ocio te los da enseguida. Los nervios se relajan, las arrugas se alisan, los pensamientos se aclaran, las horas se tornan lentas y el día se alarga. El problema surge cuando el ocio se identifica con «il dolce far niente» («la madre de una vida padre», como se suele decir).