Fue noticia de un día, pero sigue fresco el episodio del alcalde de Sestao (Vizcaya). El hombre tuvo el “desliz” de calificar en público, conjuntamente y de modo peyorativo a los inmigrantes y delincuentes que pueblan un barrio de su ciudad. No obstante el revuelo y aunque algunos pidieran su dimisión, su partido, el PNV, fue el más votado del municipio en las elecciones europeas del pasado 25 de mayo. ¿No es sintomático?
Es discutible que sus declaraciones fueran intencionalmente xenófobas, pero no fue “su intención” lo más cacareado en la prensa, sino “su actitud”. Por eso uno se pregunta si el apoyo en las urnas no estará respaldando precisamente una posición de rechazo a la entrada de extranjeros. No se pueden sacar conclusiones de un episodio, si no fuera porque los resultados de las últimas elecciones europeas avalan esa tesis. Basta ver cómo ha avanzado en Francia, Holanda, Dinamarca, Gran Bretaña o Austria la extrema derecha, cuyo tradicional posicionamiento en tema de inmigración no es precisamente el más acogedor.
Prejuicios
Ante este panorama, cabe preguntarse cómo actúan en nuestra mente, ya saturada de información, los mensajes que estimulan unos criterios que creemos fundados. Hablo de los prejuicios, esquemas cognitivos que ahorran mucho esfuerzo, pero que pueden ser nocivos cuando adquieren dimensiones sociales y se refieren a un determinado grupo.
Los inmigrantes, por ejemplo, son un grupo heterogéneo, pero los metemos a todos en el mismo saco, los etiquetamos y hacemos difícil su integración. El hecho de que la diversidad cultural haya aumentado tanto en los últimos tiempos sin que se haya dado un proceso de integración suficiente puede ser la causa de que en el imaginario colectivo se acentúe lo negativo, y la consecuencia es que mucha gente no ve bien ciertas políticas en materia de inmigración.
Precisamente la Dirección de Inmigración y Gestión de la Diversidad del Gobierno Vasco publicó en mayo de 2012 un trabajo elaborado por expertos en convivencia intercultural. Se trata de una «Guía práctica para combatir los rumores, los estereotipos y los prejuicios hacia la inmigración»*. No basta un manual para desmontar ideas arraigadas en el cerebro y en el corazón, pero al menos pone un punto de interrogación, siempre que uno esté dispuesto a dejarse cuestionar.
Nos quitan el trabajo
La parte más interesante de esta «Guía» son los casos concretos de prejuicios, como «los inmigrantes viven de las ayudas sociales y abusan de ellas», «nos quitan el trabajo», «la inmigración aumenta el machismo y la violencia de género», «los inmigrantes abusan del sistema sanitario», «el alumnado inmigrante baja el nivel educativo y genera guetos», etc.
¿Y cómo se aborda el prejuicio? Primero hay que caracterizarlo y luego aprender a abordarlo. Siempre hay quien lleva el prejuicio a sus últimas consecuencias, quien lo niega y dice lo contrario, y quien está dispuesto a cambiar de punto de vista. Ahora bien, para evaluar si el prejuicio tiene razón de ser, hay que aprender a «hablar con propiedad», conocer los datos, utilizar los conceptos apropiados, hablar «con la ley en la mano» y aprender a «darle la vuelta». Veamos un ejemplo.
Un prejuicio clásico es «los inmigrantes nos quitan el trabajo». Tras someterlo a un interesante método de estudio, la «Guía» demuestra que se basa en estas suposiciones: los inmigrantes y los autóctonos compiten en los mismos ámbitos laborales, los trabajadores extranjeros sustituyen a los autóctonos, la competencia es desleal e insolidaria, en periodos de crisis los foráneos aceptan cualquier trabajo y el mercado laboral se torna precario.
Ahora bien, «hablando con propiedad», la crisis la causaron las élites económicas fomentando la especulación financiera, mientras que la inmigración, antes de la crisis y según datos estadísticos, generó riqueza con su trabajo, y luego fue el colectivo más afectado: en 2009 uno de cada cinco extranjeros perdió su trabajo y, según la Encuesta de Población Activa del cuarto trimestre de 2011, la tasa de paro entre los españoles era del 20% y entre los extranjeros del 34%.
Y no es que el inmigrante prefiera el empleo precario, sino que se ve obligado a acceder al mundo laboral desde abajo, pues afronta unas limitaciones que los autóctonos no tienen: autorización para trabajar; limitación temporal, sectorial y territorial del permiso de trabajo; homologar títulos académicos y profesionales… A esto se suma que el porcentaje de afiliación sindical entre los inmigrantes es bajo, cuando ése es el cauce habitual para reivindicar mejoras laborales. Y desde el punto de vista legal, para poder renovar su permiso de residencia y trabajo, un extranjero tiene obligación de cotizar a la Seguridad Social.
Darle la vuelta al prejuicio
«Dando la vuelta» a este prejuicio, la «Guía» concluye que «los inmigrantes no precarizan los sectores laborales donde se insertan; esos sectores ya eran precarios antes de que se incorporasen ellos». Es la precariedad lo que favorece que haya más inmigrantes en esos ámbitos laborales, escenario que comparten con los jóvenes sin titulación y las mujeres que buscan un complemento al salario familiar.
Estos tres sectores «son las primeras víctimas de una fragmentación laboral propiciada por el temor a quedarse sin empleo si no aceptan una rebaja de derechos». En conclusión, no es cierto que extranjeros y autóctonos compitan en todos los ámbitos laborales. Lo hacen en aquellos caracterizados por la precariedad, y lo hacen con otros sectores de población que se encuentran en una situación similar de vulnerabilidad.
Esperemos que este ejemplo sirva para preguntarnos si nuestras certezas, en éste u otros campos, están bien fundadas. Así evitaremos hacer comentarios mordaces como el que me contó un amigo. Estaba con un compañero de trabajo y hablaban del «asalto a la valla» de Melilla. El compañero había leído en el periódico que uno de los “asaltantes” se había roto los dientes en el intento y, con sátira mordaz, añadió: «Seguro que le pondrán dientes de oro». Mi amigo, colombiano, se sintió herido.