Pensando en hacer lo que Dios quería de mí, decidí ayudar en la parroquia cuando me lo propusieron, sin saber exactamente en qué. Cuando supe que se trataba de dar catequesis, me resultó difícil aceptarlo. Creía que no poseía los conocimientos ni la experiencia necesarios. Con el primer grupo tuve momentos muy buenos y otros de gran dificultad. Me costaba mantener la disciplina y no conseguía que estudiaran las preguntas del catecismo. Sólo uno o dos niños las traían aprendidas. Me parecía que si no hacía nada con los que no estudiaban, estaba siendo injusta con los que sí lo hacían. Cuando me asignaron el segundo grupo, busqué otro modo para que conociesen a Jesús. Les dije que lo único que Jesús nos pide es que nos amemos unos a otros, y en la medida en que lo hagamos nos uniremos a Él. Empezamos haciendo todos el mismo acto de amor cada semana: poner la mesa, saludar a un compañero que nos cayese mal… A la semana siguiente volvían entusiasmados y nos contábamos los detalles. Luego les hice una bolsita de tela con dos compartimentos: en uno ponía «Puedo amar» y contenía diez judías, y en el otro ponía «He amado». El “juego” consistía en hacer diez actos de amor e ir pasando una judía de un compartimento a otro. La respuesta fue desigual. A algunos no se les ocurría qué hacer, pero me sorprendió cómo a otros se les ocurrían mil formas de amar. Una chica decía: «La otra noche mi madre le pidió a mi padre que recogiese los vasos de la mesa, pero como tenía que ir a trabajar, los recogí yo». Otra: «Yo tardo mucho en prepararme por la mañana y mi madre llega siempre tarde. Esta mañana me he preparado rapidísimamente y así mi madre ha llegado bien». Y una tercera: «Tengo dos primas que se pelean porque una tiene un patinete y la otra no. Para que no se peleen más, les he regalado mi patinete».