Continuamente estamos quejándonos de que mientras estudian (o eso parece), nuestros adolescentes y jóvenes andan enredando con el móvil para atender llamadas y mensajes...
Continuamente estamos quejándonos de que mientras estudian (o eso parece), nuestros adolescentes y jóvenes andan enredando con el móvil para atender llamadas y mensajes, escuchan música con los auriculares y, además, intentan resolver ejercicios en el ordenador ante una pantalla que tiene minimizadas páginas de redes sociales o correo electrónico. Estos “ruidos” impiden la concentración y dificultan el aprendizaje. A su vez, nuestros hijos se quejan de que no los escuchamos o de que les decimos cosas de forma vehemente o nerviosa y, sobre todo, que no les aportan nada. Hace poco impartí un taller a un grupo de adolescentes con edades comprendidas entre los 13 y 17 años. En una de las dinámicas abordábamos la cuestión de la interioridad. Debíamos reflexionar sobre el hecho de que no puedo saber quién soy si no le dedico tiempo a ello y, sobre todo, si no procuro el silencio interior, o lo que es lo mismo, la interioridad. Una interioridad que no se opone a “exterioridad”, sino a superficialidad, a trivialidad y a distracción, lo que nos lleva a una vida carente de profundidad y sin fundamentos sólidos. Al poco tiempo, me reuní con un grupo de padres y en esa ocasión le dábamos la vuelta a la tortilla. No podemos educar si no hay silencio, si no media entre nosotros y el proceso educativo ese “silencio” interior que nos ayuda a comprender qué decir, cómo actuar –o no– de la mejor manera en este momento.