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Joan Miró, el camino del arte

Pilar Cabañas Moreno*

La subasta el 4 y 5 de este mes de 85 de sus obras pone de nuevo de actualidad a este artista universal.
Es la bondad el único camino de perfección y realización plena del hombre? ¿Tiene la belleza la potencia suficiente para guiarnos por ese camino y llegar a la plena realización? ¿Se halla la plenitud del ser en el equilibrio armónico de ambas junto con la verdad? Quizás en el camino cada uno, por su personalidad, su sensibilidad, sus dones, siente una vocación diferente que le inclina a deslizarse por la vida dando prioridad a una de ellas, pero como si se tratara de tres elementos que orbitaran unidos por fuerzas de atracción. La vida y la obra de Joan Miró (1893-1983), artista barcelonés, testimonian que él eligió el camino de la belleza, el camino del arte. Hablar hoy de Joan Miró es hablar de un artista universal con una personalidad plástica sin igual, en la que los colores y las formas se rigen por el poder de la fantasía y el vacío lleno de plenitud. Su aportación al mundo del arte ayudó a romper las barreras de los convencionalismos, y su personalidad siempre desprendida de todo lo alcanzado sirve de modelo, incluso en la actualidad, a muchos artistas. Desde muy joven, aunque su padre quiso para él una formación de contable, Miró se sentía capaz de crear otros mundos, o al menos otro modo de mirar aquel que habitamos, de ser consciente de éste. La torpe habilidad de su mano hizo que su maestro le obligara a realizar lo que hoy nos puede parecer un extraño ejercicio. Con los ojos tapados debía palpar los objetos para después dibujarlos. De aquel modo quizá estaba aprendiendo a apreciar la naturaleza oculta de las cosas. No fue por tanto el caso de Joan Miró el del niño prodigio que se siente superior y deja a todos siempre con la boca abierta. La adversidad y su perseverancia le procuraron las herramientas técnicas necesarias para poder expresarse plásticamente. En su vida supo positivar las dificultades que hallaba en su camino, entendiendo que le preparaban para saltar otros muros más altos a lo largo de su vida. Fue siempre un hombre humilde, silencioso, cálido, honrado y coherente. Con sus redondos ojos azules escudriña respetuosamente tanto los seres vivos más pequeños como cualquier objeto inanimado, buscando en ellos aquella existencia trascendente común a todos, aquella parte del todo que reside en cada pequeña cosa contingente. Obras como El huerto del asno, La casa de la Palmera o El surco de las ruedas, de los años 1918-1920, a pesar de su detallismo formal, nos acercan a un mundo esencial. Asfixiado por la atmósfera artística barcelonesa, sufre una crisis personal y artística y decide ir por primera vez a París en 1920. Aquel viaje implicó una gran desorientación y puso de relieve en su interior la necesidad de encontrarse a sí mismo. Su experiencia de pobreza, de soledad y abandono en la ciudad francesa le dio el empuje necesario para abrirse a otra realidad posible por encima de lo racional. Miró se aproxima entonces a la pintura con una pureza capaz de trascender las fronteras del conocimiento racional: sus árboles comienzan a tener orejas y las sardinas habitan la tierra. Los seres y objetos comienzan a transfigurarse, y acaban por convertirse en signos. Todo, porque hay en él una intencionalidad artística que escapa a toda intelectualización. Por eso cuando alguien se acerca a sus telas debe ignorar cualquier proceso racional, porque la mente bloqueará la relación con su obra. En una ocasión Miró afirmó: «Si pudiera explicar mis telas, sería sin duda algo intelectual. O tal vez más allá, algo frío y muerto, una cosa de teórico». En 1929, a pesar de su aparente felicidad en el terreno personal, atraviesa una profunda noche oscura que le lleva a rechazar lo alcanzado, a ser agresivo contra todo tipo de moldes. Vive la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial como una derrota de la humanidad. Tras algunas obras que son verdaderos gritos de desesperación encuentra en el campo, en la noche, las estrellas y la música la balsa que en medio de la tempestad le procuran la calma e introspección necesarias para seguir adelante. Los años 50 suponen la consagración internacional de Miró. Sus iconos recorren el mundo. Sin embargo, esto no lo hizo titubear ni quedarse acomodado en este tipo de obra plenamente reconocida y aplaudida. Pudo echarse a un lado de la senda a descansar relajadamente, pero siguió adelante en su camino del arte. En 1956 se instaló definitivamente en Mallorca. Su amigo Josep María Sert construyó para él un gran taller. A partir de 1959 la simplicidad en el juego de líneas y color afloran en sus obras. Su búsqueda es cada vez más esencial. Sus obras se caracterizan entonces por un gran sentido ascético, tanto en el proceso de su ejecución como en la escasez de elementos con que se configuran. Frente al signo elaborado, frente a las formas antropomorfas, Miró opta por el vacío en sí. Miró nos dice: «Mediante las líneas tan parcas que trazo, intento otorgar al gesto una cualidad tan individual que se vuelva casi anónimo y así acceda a lo universal del acto. De ahí, quizá, un cierto parentesco con lo que se podría considerar una pintura meditativa y contemplativa. Por eso he pedido que se ponga una banqueta, en esta sala, delante de ellos. Para que la gente se siente, los mire, se deje impregnar por ellos. […] Ante esos cuadros hay que sentirse como en un templo en el que nada nos distrae del objeto de nuestras meditaciones». Según Miró, «Más que el propio cuadro, lo que cuenta es lo que arroja al aire, lo que difunde. Poco importa que el cuadro sea destruido. El arte puede morir, lo que cuenta es que haya difundido gérmenes por la tierra». Fue la aceptación plena de su vocación artística, concebida desde su más alta responsabilidad social y personal, la que le llevó por el camino del arte, y quizá sin saberlo por el de la perfección personal. *Pilar Cabañas es profesora titular de Historia del Arte en la Universidad Complutense (Madrid) y autora de «Joan Miró, el camino del arte», publicado por Ediciones Encuentro.



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