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Una virtud humana indispensable en tiempos de crisis.
Las situaciones de dolor, de desilusión, de adversidad son propias de la condición humana. Por más que uno luche por ahuyentarlas, tarde o temprano formarán parte de nuestro recorrido y del de nuestros seres queridos en mayor o menor medida. En el film animado Buscando a Nemo (Pixar, 2003), en el que un pez payaso llamado Marlin comienza una desesperada aventura por los mares para lograr dar con su hijo capturado por los humanos, se da un diálogo fundamental. En un momento de zozobra el papá suelta la frase: «¡Es que yo quería que a mi hijo no le pasara nada!» Dory, su desmemoriada compañera de viaje, le contesta con sabia inocencia: «¿Nada? Pobrecito, ¡qué vida tan aburrida!» Se trata entonces de comprender que no es cuestión de empecinarse en borrar las vicisitudes del guión de nuestra existencia, sino más bien de direccionar la energía en cómo transitarlas. Sustituir el «¿por qué me pasa esto?» por un «¿para qué me pasa esto?» que le otorgue sentido. Con respecto a esta cualidad saludable, desde la psicología positiva se ha acuñado un término derivado de la ingeniería denominado resiliencia. La resiliencia es la capacidad que poseen ciertos metales de recobrar su forma original luego de haber experimentado la acción de una fuerza que los había deformado. Lo mismo sucede con las personas. Llevamos en nuestro interior una capacidad que muchas veces desconocemos, la de sobreponernos a las heridas, las dificultades, los obstáculos pudiendo salir de ellos, en caso de activar esta virtud, fortalecidos y habiendo encontrado incluso un sentido que nos permita alcanzar niveles más maduros de nuestra existencia.