Pido disculpas por abordar un tema que lleva tiempo revoloteando por encima de nuestros pensamientos y, por si fuera poco, creando cierto clima de desasosiego y agitación.
Pido disculpas por abordar un tema que lleva tiempo revoloteando por encima de nuestros pensamientos y, por si fuera poco, creando cierto clima de desasosiego y agitación. Como si de una montaña rusa se tratara, cada cuatro años todo el sistema educativo se sube a los vagones del vértigo y, sin consenso y sabiendo que tarde o temprano vendrán más cambios de rumbo, se avecina otra nueva reforma de la legislación educativa. Una vez más estamos en ascuas porque una reforma que nace de la mayoría, pero sin la fuerza de un pacto serio y estable, está destinada a más cambios y reformas que reformarán lo ya reformado cuando cambien los colores o las mayorías. La incertidumbre y el desánimo vuelven a instalarse entre los educadores. Tras hablar con unos y otros, en debates más o menos apasionados, he llegado a una conclusión: se habla mucho de reforma pero poco de educación. Sin desdeñar el debate político, social, lingüístico o ideológico (todo es necesario), me pregunto si la educación es el interés central de este nuevo intento de reforma; es decir, si el interés central es cómo ayudar a formar personas más libres y responsables, cómo ayudar a los educadores (maestros y padres) a que formen mejores personas, y cómo emplear los recursos –no sólo materiales– para ello. Y lo comprendo. Hace falta valor y clarividencia para adentrarse en este campo, y una actitud casi heroica para afrontar la educación –en sentido amplio– de toda una generación más allá de avatares políticos o partidistas. Todos sabemos lo que no funciona (y sufrimos sus consecuencias), pero hace falta valor para hacer propuestas libres y eficaces que, a su vez, apunten a lo que debe mejorar y cómo hacerlo. No es fácil.