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De la propaganda a la fraternidad

Daniel Barcala

El Concilio Vaticano II hizo una serena y seria reflexión acerca de los medios de comunicación en el documento denominado Inter mirifica...
El Concilio Vaticano II hizo una serena y seria reflexión acerca de los medios de comunicación en el documento denominado Inter mirifica, en el que se llevaba a cabo un análisis objetivo de las virtudes y riesgos de estos medios en la sociedad moderna. El documento hacía una lúcida valoración reconociendo tanto los valores positivos de los medios de comunicación como los intereses que a ellos subyacen, y poniendo de manifiesto también su gran poder de influir en la mentalidad de las personas, debido a su capacidad de generar en ellas, interesadamente, serias distorsiones de la verdad. Lo esencial de esas distorsiones ha venido cristalizando desde el siglo XX en el ya consagrado fenómeno de la propaganda, notable en muchos campos, especialmente en el político y en el económico-comercial. En la Alemania hitleriana, por ejemplo, la maquinaria propagandística permitió generar en las conciencias, si así podían llamarse, ideas como que un judío era una aberración racial, un demócrata un enemigo del Estado, un homosexual un ser infrahumano…, y que podían y debían ser desechados. Salvando las distancias, hoy en nuestro país sucede algo parecido, si bien en un grado mucho menor. Bajo la superficie de la “paz democrática” en la que vivimos, grupos de poder consolidados luchan por la hegemonía y para ello procuran generar una imagen positiva de los que les son propios y una imagen negativa de sus oponentes. Un juego de imágenes que proyectado en los medios de comunicación ha acabado por recurrir al simplismo, que ocasionalmente desemboca en la burla, el sarcasmo, el desprecio, la demonización. Un juego que está llevando a “argumentar” de modos muy diversos que el pecado de los míos es un fallo y el error de los otros es un pecado inaceptable. Que la maldad de mi correligionario es una inadvertencia y que la equivocación del otro es expresión de perversidad. Y esta cantinela se infiltra al final en las conciencias de modo que acaba por generar consignas demenciales mediante las que todos atacan a todos. Consignas de un orden tan absoluto como «todo empresario es un explotador», «no hay un sindicalista que dé un palo al agua», «si es un político, algo habrá robado», «¿inmigrantes? ¡mejor no hablar!» Por arte de este proceso, al final nadie se fía de nadie; ninguno merece ser considerado por el otro.

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