De la vida misma
La incomunicación en las grandes urbes es cosa habitual, pero hay quien tiene el coraje de ir a contracorriente.
“Había una vez...”, así tengo que empezar, porque lo que voy a contar tiene algo de fábula, o sea, fabuloso; como los cuentos, cuyo recurso literario es sorprender al lector.
Un problema de las grandes urbes, quizás el primero, es la incomunicación: muchas personas y cada una a lo suyo. Pues bien, el reto que se plantea cada día Paco, nuestro personaje, es alterar el orden comunicativo establecido, o mejor, incomunicativo. Empieza así: «Aunque me da verdadero “corte” acercarme de primeras a alguien que no conozco, voy saludando a la gente en la estación y en el tren. Muchas caras se repiten cada día. En Chamartín empecé a saludar a un señor que acabó ofreciéndome trabajo para mi hermano». Una vez le había contado que su hermano es informático, y el buen hombre, que resultó ser director general de una gran empresa, le ofreció trabajo para cualquier informático que Paco conociera. «A mi hermano no le hizo falta –sigue Paco–, pero le he mandado varios currículos, y entre ellos el de una chica a la que también conocí en la estación, una vez que tuve que esperar un buen rato en la cola. Ayer me volví a encontrar con el señor y me dijo que había entrevistado a la chica y que la iba a contratar. Al rato, me llamó ella para decírmelo». Haz el bien, y no mires a quién. «Esta “locura” de procurar saludar a gente desconocida –concluye– produce frutos materiales, en algunos casos, y espirituales, espero que en todos».