Para Semana Santa
El Santo Sepulcro, otra etapa del viaje a los lugares santos que el autor comparte con nuestros lectores.
Decía Pablo VI que Tierra Santa es como el quinto Evangelio; conocerla ayuda a entender el mensaje de Jesús. Finalmente estábamos visitando los lugares “más santos”, donde Jesús fue crucificado y sepultado. Resucitó al tercer día y se apareció primero a su madre, en forma privada, por eso nada dicen los Evangelios; después a las santas mujeres y dos veces a sus discípulos reunidos en el cenáculo. Fuera de Jerusalén, a orillas del lago de Tiberiades, se volvió a aparecer a sus discípulos; y por último, a más de 500 personas antes de su ascensión a los Cielos. Muchas de las personas que vieron a Jesús resucitado certificaron con el sacrificio de su propia vida la veracidad de su testimonio. Y en él han creí-do muchos millones de cristianos, “dichosos” porque “sin haber visto, creen”, como dijo Jesús al incrédulo Tomás.
La crucifixión de Jesús tuvo lugar fuera de las murallas, pues en Jn 19, 20 leemos que fue «cerca de la ciudad». Y también fuera fue su sepultura: «Donde lo crucificaron había un huerto y en el huerto un sepulcro nuevo en el que aún no había sido sepultado nadie. Allí, por ser el día de preparación de los judíos, como el sepulcro estaba cerca, pusieron a Jesús» (Jn 19, 41-42). Pero en el año 44 el Gólgota y el sepulcro quedaron dentro de las nuevas murallas construidas por Herodes Antipas. Excavaciones posteriores descubrieron las antiguas murallas, detrás de las cuales estaban estos lugares, confirmándose así lo que dicen los Evangelios.
Estos lugares eran conocidos y venerados por la primitiva comunidad cristiana. Luego, en el año 131, el emperador romano Adriano, queriendo borrar toda huella de las religiones judía y cristiana, mandó erigir aquí un templo a Júpiter (lo mismo hizo con la gruta de Belén, como vimos en otro capítulo), pero se produjo el efecto contrario, porque así se preservó el lugar de posibles agresiones, y cuando Constantino, por ruego de santa Elena, su madre, mandó hacer excavaciones en los años 326 y siguientes, bajo el templo aparecieron el Calvario y la Tumba. Y mandó construir “una basílica que sea superior a cuantas existen”.
En el año 614 los persas invadieron Palestina y destruyeron sus iglesias. La basílica de Constantino fue reconstruida en los años 634-638 por el abad Modesto, pero una nueva ocupación árabe de la ciudad volvió a destruirla. De nuevo reconstruida y otra vez destruida en 1009 por el califa Hakim, fueron los cruzados quienes levantaron la basílica románica que hoy visitamos, pese a los daños causados por el paso del tiempo.
La fachada tiene dos cuerpos superpuestos separados por cornisas decoradas. Sólo una de las dos entradas está en servicio. A la derecha de la puerta, una escalera estrecha y empinada conduce al Calvario. Dos capillas, una católica y otra ortodoxa, comparten ese espacio. La capilla católica, al cuidado de los franciscanos, tiene una bóveda decorada con un mosaico del siglo XII que representa al Salvador. Aquí se rezan las estaciones 10ª y 11ª del Via Crucis. La capilla ortodoxa, a la izquierda, es el lugar de la crucifixión y muerte de Jesús según una antiquísima tradición. En Mt 27, 33-46 leemos: «Así que lo llevaron a un lugar llamado Gólgota, que quiere decir lugar de la calavera. Le dieron vino mezclado con hiel, pero, habiéndolo probado, no quiso beberlo (...) Los que pasaban, lo injuriaban, diciéndole: “Tú que destruyes el Templo y en tres días lo reedificas ¡sálvate a ti mismo! ¡Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz!” (...) Desde la hora sexta hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona, en que Jesús exclamó: “¡Elí, Elí!, ¿lemá sabajtani?, que significa: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”».
Jesús había sido abandonado por sus discípulos cuando lo apresaron en Getsemaní, pero conservaba la unidad con el Padre. En la cruz, habiendo llegado al total agotamiento y al culmen de sufrimiento, sintió que también el Padre lo abandonaba. Fue el momento cumbre de la redención. Jesús cargó con todos los pecados de los hombres, todo lo negativo, es decir, el no-amor, que es incompatible con el Amor, que es Dios. Sin embargo el Padre, retirado por un instante para que tuviera lugar la redención, seguía ahí cerca, y Jesús lo sabía, por eso, cuando «todo se ha consumado», exclama: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». En cada celebración eucarística se actualiza sacramentalmente ese don de su vida que Jesús hizo por el mundo entero, dice Benedicto XVI en la exhortación Sacramentum caritatis.
Meditando sobre estos hechos, nos parece un sueño estar en los lugares exactos donde ocurrieron. Cecilia y yo estamos emocionados. En el interior de la basílica vemos una cámara y una recámara comunicadas por una abertura. En el centro de la primera, un relicario de mármol contiene un fragmento de la piedra que cerraba la entrada al sepulcro. La llaman “piedra del ángel” porque en ella se sentó el ángel que anunció a las mujeres la resurrección. La recámara corresponde a la tumba, y una losa de mármol resguarda los restos que quedaron tras la profanación de 1009.
¡El sepulcro está vacío. Jesús ha resucitado! Juan Pablo II culminó su peregrinación a Tierra Santa, en marzo de 2000, visitando la Basílica del Santo Sepulcro y el Calvario. Por la mañana visitó el sepulcro, se arrodilló, besó sus piedras y permaneció un buen rato en oración. Al terminar dijo: «Durante dos mil años esta tumba ha sido testigo de la victoria sobre la muerte. La tumba está vacía. Es un testigo silencioso del acontecimiento central de la historia de la humanidad». Y añadió que «la resurrección de Jesús es el cénit de todas las promesas de Dios y el lugar del nacimiento de una humanidad nueva y resucitada». Leamos ahora unos textos del Evangelio:
«Llegada la tarde, vino un hombre rico de Arimatea, llamado José, también discípulo, que fue a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Pilato ordenó que le fuese entregado. Tomando él el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo puso en su propio sepulcro, nuevo, que había hecho excavar en la roca, y después de rodar una piedra grande a la entrada del sepulcro, se fue. Estaban allí María Magdalena y la otra María, sentadas enfrente del sepulcro» (Mt 27, 57-61). «Pasado el sábado, al amanecer del primer día de la semana, vinieron María Magdalena y la otra María a ver el sepulcro. Y se produjo un gran terremoto, pues un ángel del Señor bajado del cielo, acercándose, hizo rodar la piedra y se sentó sobre ella (...) Los guardas, temblando de miedo, quedaron como muertos. Tomando la palabra, el ángel dijo a las mujeres: “No temáis vosotras, sé que buscáis a Jesús el Crucificado; no está aquí. Ha resucitado conforme lo había dicho. Venid y ved el lugar donde fue puesto. Id deprisa a anunciar a sus discípulos que ha resucitado de entre los muertos y que va delante de vosotros a Galilea; allí lo veréis”» (Mt 28,1-10).
Una antigua tradición sitúa en la “Piedra de la Unción” el lugar en que el cuerpo muerto de Jesús fue perfumado antes de ser sepultado, según la costumbre judía. Juan Pablo II se inclinó igualmente para besar esta piedra. El Papa hizo su visita por la mañana y no estaba programado visitar el Calvario por la dificultad que suponen los 22 peldaños que dan acceso al mismo. Se retiró con pena. Pero por la tarde volvió y con ayuda subió la escalera que lleva al Gólgota, donde estuvo orando unos veinte minutos.
Por último visitamos la gruta subterránea o de santa Elena, donde las excavaciones ordenadas por esta santa sacaron a la luz varias cruces. Se llegó a la conclusión de que en una de ellas había sido crucificado Jesús porque, al aplicarla a varios enfermos, éstos curaron de repente. Uno de los mayores trozos de la verdadera cruz de Cristo se venera en Santo Toribio de Liébana (Santander).
La resurrección de Jesús es lo más trascendental de la historia de la salvación. En 1 Co 15, 12-22 leemos: «Si de Cristo se predica que ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo entre vosotros dicen algunos que no ha resucitado? Si la resurrección de los muertos no se da, tampoco Cristo ha resucitado. Y si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación. Vana es nuestra fe. (...) Pero no; Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicia de los que duermen. Porque, como por un hombre vino la muerte, también por un hombre vino la resurrección de los muertos. Pues así como en Adán mueren todos, también en Cristo serán todos vivificados». La resurrección de Jesús es un acontecimiento real. En aquella época, aun cuando algunos creían en algún tipo de vida después de la muerte, ni la cultura greco-latina ni la tradición judía mantenían la posibilidad de resucitar con el mismo cuerpo. No es lógico pensar que los apóstoles robaran el cuerpo de Jesús para decir que había resucitado, cuando esa hipótesis no la sostenía nadie y los apóstoles no eran tan instruidos como para inventarse algo así. Sólo porque Jesús resucitó, y ellos lo vieron, Pedro pudo afirmar: «Sepa con seguridad toda la casa de Israel que Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte y ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros crucificasteis» (Hch 2, 36). Los apóstoles habían contemplado algo que jamás habían imaginado y, a pesar de su perplejidad y de las burlas que sabían iban a suscitar, no dudaron en testificar con sus propias vidas lo que sus ojos habían visto.