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Instantáneas desde Milán

Elena Granata

VII Encuentro Mundial de las Familias Rostros, gestos y música narran un encuentro que ha puesto de relieve el carácter apostólico, el servicio y la alegría de la ciudad lombarda.
Me pongo a escribir mientras los helicópteros sobrevuelan todavía la ciudad de Milán. La comitiva del Papa se está dirigiendo al aeropuerto de Linate desde donde la delegación pontificia regresará a casa tras los intensos días del VII Encuentro Mundial de las Familias. Durante varias horas se sucederán saludos, despedidas, desmontaje de escenarios, prisas por tomar trenes y aviones en los que cada cual volverá a su ciudad. Justo en estas circunstancias podemos detenernos para ver esos aspectos que escapan a toda medida. No son solo las grandes cifras, los participantes del extranjero, el gran prestigio de los ponentes que han intervenido los que indican la envergadura del evento. Con frecuencia las cosas más interesantes ocurren al margen de las grandes narraciones, de los grandes eventos mediáticos, de los baños de multitudes, de las decenas de horas de televisión en directo. Se esconden tras los rostros, en los encuentros personales, en el intercambio de palabras, en los pequeños gestos de fraternidad. Y quisiera resumirlos con tres palabras: hospitalidad, servicio y alegría. Hospitalidad. No es desde luego habitual en Milán abrir las puertas de casa a los desconocidos. No obstante, entre familias y parroquias de toda la diócesis han puesto a disposición cuarenta y siete mil camas. Cada familia, una casa; cada casa, una historia. Una historia sencilla de camas que se multiplican, de hijos que se van a dormir con los abuelos para liberar habitaciones, de desayunos preparados con primor para darles a los peregrinos la energía necesaria para afrontar el esfuerzo que suponen las jornadas del encuentro mundial. Muchas familias han querido experimentar este ejercicio saludable de confianza y apertura hacia el otro. Y cuando uno prueba al menos una vez en la vida que un desconocido puede llegar a ser un nuevo amigo, ese huésped que enriquece tu vida, bueno, entonces quizá sea más fácil que esa experiencia se torne habitual y se desee. Abrir las puertas a las familias que procedían de otros países ha suscitado además una solidaridad horizontal entre los vecinos, los parientes, tal vez también entre los mismos amigos de la parroquia que hace tiempo habían perdido la costumbre de tener gestos de familiaridad y las ganas de celebrar. Servicio. No es corriente ver a tantos jóvenes por la calle. Se les reconocía por su camiseta blanca y roja con el símbolo de la catedral. Era un pequeño ejército de voluntarios dispuestos a ayudar en las tareas concretas del evento: 5.408 de los cuales la mitad tenía menos de 35 años, y 4 de cada 5 eran italianos. Pero también los había de más de 70 años, extranjeros e inmigrantes. Estos voluntarios optaron por el puesto más humilde, el servicio, la ayuda a quien lo necesitara. Se han arremangado y no han escatimado energias. Forman parte de esa «Iglesia del delantal» de la que hablaba don Tonino Bello, obispo y guía de Pax Christi actualmente en proceso de beatificación. Alegría. No siempre la Iglesia expresa alegría; no siempre se viste de fiesta. Los días difíciles que está viviendo borran la sonrisa de muchos rostros, contraídos por la preocupación. El terremoto en la cercana región de Emilia, la crisis económica y los problemas políticos causan un sufrimiento difuso que se lleva por delante la esperanza. Precisamente por todo ello quizás las notas de la novena sinfonía de Beethoven, que interpretó en la Scala una orquesta dirigida por el maestro Daniel Barenboim, han tenido tanto eco, tanto en los presentes como en quienes las oyeron por los medios de comunicación. Ciertas heridas, ciertas divisiones, ciertos sufrimientos solo los cura la música. Requieren silencio y notas para hallar paz. La música habla todos los idiomas y llega a todas las sensibilidades. Lo explicó muy bien el Papa hablando con el corazón al dar las gracias al final del concierto: «Las palabras tomadas del Himno a la Alegría nos suenan huecas, no parecen verdaderas. No sentimos en absoluto las chispas divinas del Elisio. (…) Incluso la hipótesis de que por encima del cielo estrellado tiene que habitar un Padre bueno nos parece discutible. ¿El Padre bueno está solo por encima del cielo estrellado? ¿Su bondad no baja hasta nosotros? Nosotros buscamos a un Dios que no domina desde lo lejos, sino que entra en nuestra vida y en nuestro sufrimiento. (…) No necesitamos un discurso irreal sobre un Dios lejano y sobre una fraternidad que no se compromete. Buscamos a un Dios cercano. Buscamos una fraternidad que apoya al otro en su sufrimiento y lo ayuda a seguir adelante». Hospitalidad, servicio y alegría nos hablan de un Dios cercano, que vive entre las casas. Ahora depende de nosotros seguir viviendo como en estos días. Cuando la familia habla, el mundo escucha El VII Encuentro Mundial de las Familias, celebrado en Milán del 1 al 3 de junio pasados, se anunciaba rodeado de incertidumbres e incógnitas. Ante todo una pregunta: ¿tiene la familia derecho a intervenir en los temas cruciales de la sociedad? Y luego, las dificultades concretas: la crisis económica que parecía condicionar la realización del evento, el continuo acoso de los medios y las instituciones a favor de otras formas de unión, y –no menos preocupante– el escándalo de las filtraciones. Con gran sorpresa para los propios organizadores, los milaneses mandaron a sus hijos a dormir fuera de casa para poder albergar a familias de cincuenta y un países. Unos cinco mil voluntarios se volcaron en la acogida de las personas que participaron en el congreso internacional previo (unas siete mil), en la fiesta con el Papa en el Parque Norte (unas 350.000, además de tres millones de telespectadores), y en la misa del día siguiente (un millón). Pero la mayor sorpresa fue el mismo Papa por unas palabras que trasmitían confianza, valentía y apertura. Benedicto XVI dialogó de tú a tú con las familias del mundo sobre temas como el miedo de los jóvenes al futuro, la crisis económica y la responsabilidad de los políticos, la necesidad de tener un trabajo que se armonice con la atención a la familia o el lugar dentro de la Iglesia de los divorciados que se han vuelto a casar. La novedad y la originalidad de este séptimo encuentro mundial es que la familia ha sido capaz de abordar un tema que une lo civil con lo eclesial: el trabajo en cuanto elemento indispensable para celebrar, y la celebración como algo indispensable para que el trabajo sea progreso humano. La familia que se ha podido ver en Milán ha demostrado con su presencia más allá de las dificultades, con sus increíbles ganas de resistir y donarse por amor, que cuando los valores son auténticos, antes o después acaban siendo reconocidos. Y permaneciendo como valor primordial, ha afirmado su gran actualidad para el bien de la sociedad. Aunque débil en su estructura y frágil en muchas de sus relaciones, en este 2012 marcado por turbulencias y desasosiegos la familia es ese granito de mostaza que por su propia naturaleza cuenta con los recursos necesarios para transformarse en un árbol cuyo ramaje podrá dar cobijo a los dramas humanos y a las carencias sociales de hoy. Anna y Alberto Friso



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