Episodios de la vida menos conocida de Chiara Lubich narrados por su hermano Gino.
–Volvamos a hablar de tu adhesión al comunismo. ¿Cómo se produjo?
–Fue un cirujano del que yo era ayudante quien me “convirtió”, Mario Pasi, que después fue ahorcado por los alemanes. Pero el comunismo nunca fue una religión para mí. No era marxismo (nunca había leído nada de Marx), era un comunismo de tipo intelectual, de importación. Verdaderamente comunistas en Trento sólo había uno o dos trabajadores de la fábrica Sloi que venían de otra región, Emilia Romaña, y un trentino, un anciano que en 1921 se separó de los socialistas. En nuestro ambiente a los comunistas se les veía como algo diabólico: ¡se creía realmente que se comían a los niños y cosas de ese tipo! Lo que me dio el empujón definitivo fue sobre todo mi inclinación por los pobres, un fuerte deseo de justicia social. Y luego, al menos en mi ambiente, las formaciones partisanas realmente eficientes eran de inspiración comunista; las otras daban risa. Una vez dentro, naturalmente, aprecié lo que hacían. Es toda una parte de mi vida de la que no siento que tenga que renegar. Con ese bagaje de convicciones, con esa pureza ideológica, mi estado de ánimo era parecido al de los mártires cristianos, por lo cual cuando me condenaron a muerte no me importó.
–¿Hubo en alguna ocasión un enfrentamiento entre Chiara y tú por el hecho de que fueras comunista?
–Ya que mi vocación era la fraternidad, en eso nos entendíamos muy bien. Recuerdo que me escribió (quizás en aquella ocasión hubo por su parte un intento de ir más en profundidad), y yo le respondí con otra carta, diciendo: «Date cuenta de que pensamos de la misma manera, sólo que tú actúas sobre todo bajo el empuje del espíritu, yo por razones humanitarias. Pero nuestra finalidad es la misma». Por aquel entonces yo me imaginaba que lo que surgiría sería un movimiento para los pobres. Esta primera impresión se me confirmó en las primeras visitas que hice al focolar del barrio de la Garbatella cuando, recién casado, vine a Roma. El ambiente tras la guerra era de Tercer Mundo. Según se subía hasta donde ellas vivían, había ventanales abatidos, pintadas infames en las paredes, suciedad; y dentro, dos habitaciones totalmente vacías, excepto por una tabla apoyada en dos caballetes que servía como mesa y algunas banquetas. Sin embargo yo sentía tanta fascinación que me decía a mí mismo: ¿por qué no hacemos lo mismo también nosotros, los comunistas? Después iba a la Federación y les decía: «Está bien predicar, pero hay que dar ejemplo». Y ellos: «¡Pero qué ejemplo quieres que demos, si somos todos pobres!».