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¿Releerlo, aplicarlo, actualizarlo?

Manuel Mª Bru Alonso*

Este año celebramos el 50 aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II. No basta sólo con recordarlo.
En este 2012, coincidiendo también con los 20 años de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, Benedicto XVI nos convoca a un Año de la Fe, en el que estas dos efemérides se entrecruzan. No deben solaparse, ni tampoco confundirse. Son dos acontecimientos muy distintos. El segundo respondió a la demanda de la Iglesia por una síntesis pedagógica de su fe. El primero, treinta años antes, respondió a la pregunta de la Iglesia por su misión en el mundo de hoy, para cuya respuesta esa síntesis sería tan sólo una de sus muchas necesarias y eficaces consecuencias. El segundo fue una de las grandes hazañas del beato Juan Pablo II, cuyo largo pontificado sirvió para poner en marcha tanto la sinodalidad de la Iglesia –qué mejor continuación del Concilio que las Asambleas Extraordinarias de los obispos– como el empeño, en palabras suyas, porque el centro de la Iglesia fuese el hombre, y con él, la frontera entre ella y el mundo de ella alejado. El primero, inseparable de dos gigantes del espíritu, Juan y Pablo: el beato Juan XXIII, el papa bueno, y Pablo VI. Uno abrió las ventanas de la Iglesia para que entrara el aire fresco que necesitaba. El otro, recolocarla y reformarla, porque el viento del Espíritu se tomó muy en serio esa apertura. A la hora de celebrar el 50 aniversario de la apertura del Concilio, sería muy triste sólo recordarlo. O la ocasión sirve para preguntarse por su vigencia o si no, es mejor no hacer muchas celebraciones. Sinceramente creo que nadie en la sana comunión eclesial no considere el Concilio Vaticano II como el gran acontecimiento eclesial de la era contemporánea, ni piense verdaderamente que haya que pasar de puntillas ante este cincuentenario. Pero sí creo que –sospechas, temores e inquinas aparte– la propia importancia del Concilio haga que aún sea complejo no tanto estudiarlo y ponderarlo, sino “medirse” con él, mirarle a los ojos y preguntarle: ¿qué hemos hecho contigo en estos cincuenta años?, ¿nos hemos fiado de tus enseñanzas?, ¿nos hemos atrevido a aplicarlas? Y sobre todo: ¿qué vamos a hacer contigo a partir de ahora? Para responder a estas preguntas, lógicamente, hay que releer el Concilio (para no pocos por vez primera) desde las claves de nuestro tiempo, que no es el mismo que el de entonces. Pero no podemos tan sólo hacer una o varias “relecturas”, porque caeríamos en el riesgo relativista de hacer tantas interpretaciones como planteamientos tuvo antes de celebrarse. La relectura debe hacerse con altura de miras, con minucioso respeto, con amor al Concilio. Sin duda Benedicto XVI sabrá hacerlo no sólo por su supremo magisterio, sino porque, providencialmente, él fue uno de los teólogos, si no el más decisivo, que prestó su inteligencia para que a los padres conciliares no les bastasen los esquemas iniciales preparados para un concilio de tres meses, y no de tres años como fue a la postre. Este cincuentenario tiene que despertar, en el clima de libertad en la comunión que el mismo Concilio experimentó y apuntó para el futuro, un debate sincero y abierto que responda a las preguntas que todos nos hacemos, pero a las que a veces sólo se oye responder en voz baja: ¿qué supuso el Concilio?, ¿qué nos deparó?, ¿qué cambios respondieron y responden a la letra y al espíritu del Concilio y qué cambios rompieron con ambas referencias?

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