Por distintas razones, he tenido la ocasión de realizar diversas intervenciones con padres y educadores sobre la adolescencia. Como suele ser normal, las posteriores réplicas a mi intervención estaban plagadas de desánimos, suspiros, quejas, desalientos, etc. Y lo comprendo. Es una época muy, muy difícil para hijos… y para padres (o, si lo prefieren, al contrario; da igual). En una de las intervenciones surgió una propuesta que –con el paso del tiempo– he sabido que les ha dado algún resultado a los asistentes. Como siempre, vamos despacio y por partes.
La adolescencia es ese período en el que, de forma general, el chico o la chica empieza su camino definitivo hacia su culminación como adultos. Podemos caracterizarlo como un túnel (largo o corto), como una escalada, como una subida escabrosa y zigzagueante; lo cierto es que, al final del camino, ya no habrá un niño o una niña, sino un adulto.
Por las características de la adolescencia (impulsividad, desconcierto, obnubilación mental, exceso de autoafirmación y, no lo olvidemos, cansancio en nosotros, padres, solemos afrontarla como un periodo negativo. Pero no olvidemos que la adolescencia es también una etapa en la que nuestro hijo se esfuerza por saber quién es y quién quiere ser, aspira a un conocimiento mayor de sí mismo y a proyectar y elaborar sus ideales de vida para el futuro.
La adolescencia es una época de rupturas… positivas en la que el chico o la chica va a formar los principios y convicciones que determinarán su escala de valores en el futuro. Y para eso necesita un “guía autorizado”; alguien que le ayude a ser adolescente, a vivir adecuadamente esta etapa de manera que, cuando salga de ella, lo haga como un adulto maduro y responsable.
