«Vivimos en la época del sentimiento de falta absoluta de significado. En una época tal, la misión de la educación no puede ser ya transmitir conocimientos y nociones, sino sobre todo, afinar la conciencia de tal manera que la persona pueda ser consciente de las exigencias escondidas en cada situación» (Viktor E. Frankl).
Hemos vuelto a empaparnos del conocido informe PISA. Más allá de lo que se nos quiera (y deba) transmitir con él, más allá de deducciones e interpretaciones (interesadas o no), como viene siendo habitual, su difusión ha suscitado algunos debates en los que cada cual arrima el ascua a su sardina. Podría parecer que todo queda en un ranking en el que poner de relieve en qué puesto quedamos (más arriba o más abajo) y, sobre todo, a quién se le echa la culpa de todo ello.
No seré yo quien entre en polémicas, y mucho menos en acusaciones. Sin embargo, cuando he leído lo que evaluaban las pruebas realizadas para dicho informe, he reparado en una de ellas, la que se denominaba «nivel de competencia».
Cada conocimiento que nuestros hijos abordan en la escuela tendría cinco niveles en los que puede ser «competente». Por ejemplo, a un alumno se le entrega un documento en el que se explica cómo rellenar un formulario. En un nivel básico el alumno logra «descifrar» el texto, comprenderlo e incluso valorarlo. En un segundo nivel, el alumno debería ser capaz de «comparar» lo que aparece en ese texto con su capacidad de dar o recibir instrucciones. Así va aumentando la complejidad hasta el último nivel, en el que se debería lograr valorar de manera crítica dicho documento y llegar a elaborar hipótesis sobre, por ejemplo, «la adjetivación en los formularios sobre el consumo». Y de la misma manera podemos hablar de otros ámbitos de la destreza lingüística, matemática, científica y, a partir de ahora, la digital.
