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Ayúdame a nacer

Sebastián Minot

En la parada del autobús, aquella mujercilla tan grande.
Una fría mañana de invierno, esperando en la parada del autobús, vi en la acera de enfrente a una viejecita que caminaba muy despacio apoyándose en un bastón. Se acercó al paso de cebra para cruzar. Los coches pasaban uno tras otro veloces, hasta que por fin se detuvo uno y la dejó pasar. Ella giró la cabeza y, mientras caminaba lentamente, no dejaba de mirar sonriente al coche que la estaba dejando pasar. Entonces le salí al encuentro para ayudarla a subir el bordillo de la acera, pero por dentro ardía de indignación por todos los que no se habían parado. Ella me dio la mano mientras volvió a mirar al coche, que ya estaba lejos. Luego me ofreció una sonrisa que me pareció hermosísima y dijo: «¿Verdad que hay gente buena en el mundo?». Llegó el autobús y la ayudé a subir. En medio de tantos rostros que parecen cajas fuertes, aquella abuelita me parecía un tesoro que el autobús transportaba sin que nadie se diera cuenta. La volví a mirar, aún sorprendido por la lección que me acababa de dar: no había prestado atención a los que no la habían dejado pasar, sino que sólo vio al que se había parado. Le dije: «Qué distinto sería el mundo si sólo viéramos lo bueno y no lo malo». Entonces interviene un señor y dice: «Sería el fracaso de los telediarios y los periódicos. Y ¿de qué se iba a nutrir la política? Veneno, veneno, es el único recurso de cualquier poder. Ahora estoy yendo a denunciar a mi vecino, que no me deja dormir con sus juergas nocturnas. Él nos envenena la vida y lo único que puedo hacer es destruirlo. ¡Esta vez se va a enterar!» La viejecilla lo miró con maternal comprensión y luego se puso seria: «Tenía un hijo que seguramente era como su vecino. Murió a los treinta y tres años de sobredosis. Cuando voy a su tumba, me parece que lo estoy viendo en la cuna, pequeño, indefenso, necesitado de protección. Ya nada le puede hacer daño, pero es como si siguiera pidiéndome ayuda. Y yo sólo puedo seguir defendiéndolo.

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