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Pon en marcha la comunidad

Aurora Nicosia

La experiencia de un niño africano que no se quedó para él su descubrimiento del Evangelio. Etapas de un viaje a la República Democrática del Congo.
Imagina un lugar en el que estás todo el día sudando, en donde hay una tasa de desempleo altísima, donde hay mucha gente afectada por enfermedades como el SIDA o la malaria, donde suele faltar el agua corriente, donde las calles están destrozadas o llenas de fango, en donde hay basura por todos lados... Estamos en la República Democrática del Congo, uno de los países más grandes de África, cuyos ríos, lagos, bosques y muchos otros recursos naturales, en lugar de ser factores de desarrollo, se han convertido en causa de conflicto. Desde aquí nos llega la historia de un niño de ocho años, Tite, muerto a causa del SIDA que contrajo en una transfusión de sangre. Era un niño alegre al que le gustaba jugar y que jugasen con él, ir a la escuela y ayudar en casa a su madre adoptiva. Era un poco especial, pues también le gustaba rezar y ante las dificultades solía decir: «Sólo Dios sabe lo que quiere». Dicen de él que no se quejaba nunca, ni siquiera cuando no se encontraba bien o cuando el dolor lo atenazaba, como cuando en cierta ocasión tuvieron que ponerle noventa y dos inyecciones en una semana. Una vez, el médico tenía que pincharle para extraerle líquido de la espina dorsal, que es muy doloroso, y le dijo a la enfermera que lo sujetara, pero Tite dijo que no hacía falta, porque ya sentía que Jesús estaba a su lado... Cuando ya no le quedaban fuerzas ni para jugar, invitaba a casa a los niños del barrio, a veces hasta veinte, y les dejaba sus juguetes mientras los veía jugar sentado en una silla. Y al terminar lo recogía todo para otra vez. Tite tenía un secreto. Era uno de esos niños de los Focolares que han aprendido a decir: «Amamos a Jesús y al prójimo». Y no era un secreto suyo, sino que se lo había transmitido a otros muchos niños y adultos del barrio. Por ejemplo, Hans: «Cerca de mi casa estaba sentado un niño con los pantalones rotos; entré en casa y les pregunté a mis padres si podía regalarle unos pantalones míos». Y también Carmen: «Un niño estaba pegándole a una amiga mía. Entonces me puse en medio, pero él seguía pegando y me daba a mí. Como no respondí, se paró; y yo lo perdoné».

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