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articulo

Hombre y mujer

Pascual Foresi

¿Qué significa asemejarse a Dios, ser Dios? ¿Cuál es la relación ontológica entre los dos sexos? ¿Qué nos enseña la encarnación?
Quisiera dedicar estas reflexiones al concepto de libertad, que considero fundamental para comprender quién es el hombre y cuál es el sentido de su vida, así como del entero cosmos. Una frase del Génesis sumamente enjundiosa, a la vez que lapidariamente concisa, nos sirve como introducción: «Y dijo Dios: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, a nuestra semejanza”» (Gn 1, 26). Una vez creado el hombre, Dios lo puso en el jardín del Edén para que probara su capacidad de ser como Dios. Pero para poder poner a prueba dicha capacidad, también era necesario que se opusiera a Dios, es decir, que pudiera ponerla a prueba negativamente. Y de hecho el hombre llegó a tanto. «Y dijo el Señor Dios: “¡He aquí que el hombre ha venido a ser como uno de nosotros, en cuanto a conocer el bien y el mal!”» (Gn 3, 22). El hombre, pues, «ha venido a ser como uno de nosotros» porque como criatura ha probado la libertad, es decir, la posibilidad de tener una relación con Dios, que en la criatura se puede dar también en forma de oposición y no de amor, de alejamiento y no de retorno a Él. Y ya que Dios es el término infinito de todo obrar humano, cada acto del hombre adquiere un valor infinito, ya sea que vaya hacia o contra Dios. Pero tratemos de profundizar el significado de ser como Dios. En general, se considera que consiste en el hecho de que el hombre está dotado de espíritu, lo que lo hace inmortal, o en que es inteligente y capaz de querer y de amar. Tales respuestas no me parecen exhaustivas. En realidad, si nos fijamos en el Dios Uni-trino, se abren otros horizontes de comprensión más amplios y profundos. Dios es el Padre que se dona totalmente en el Hijo, el cual se dona a su vez totalmente al Padre. Su recíproco amor –la relación que los une– es el Espíritu Santo. Asemejarse a Dios significa, pues, vivir como Él esta dinámica trinitaria. Dios llama al ser a todas las criaturas, incluidos nosotros, como llama al Hijo, aunque de manera distinta. Precisamente porque somos criaturas suyas, tendemos a volver a Él en una relación de amor. Sin embargo, ese volver a donarse a Dios, aunque sea total, todavía no manifiesta completamente su capacidad de ser semejante a Él. De hecho, ese modo de ser no llega a “volver a dar” Dios a Dios, como sí sucede en cambio en la Trinidad. En la Trinidad el Padre es Padre porque genera al Hijo. En otras palabras: la relación de filiación determina su ser Padre, es decir, es el Hijo el que hace que el Padre sea Padre. A nosotros también, creados «a semejanza» de Dios, se nos tenía que dar la posibilidad de «generar» a Dios, es decir, de volver a Él como criaturas realmente capaces de ser semejantes a Él para que, participando plenamente en la vida trinitaria, “llegásemos a ser” Dios. Esta posibilidad adquirió forma en la tierra en un determinado momento de la historia en María. Ella es la criatura a la que se hizo capaz de generar en la carne al Verbo, la segunda Persona de la Trinidad. Tenemos que entender esta prerrogativa de María, que la hace única entre todas las criaturas, en su extraordinaria profundidad. Al ser madre de Jesús, María es madre de la única Persona del Verbo, a la que ella le da su naturaleza humana, que se une en el Verbo a la naturaleza divina en una unión profundísima y perfecta: «sin división» y «sin confundirse», afirma el Concilio de Calcedonia. Por consiguiente, María es verdaderamente Madre de Dios. Dios ha podido realizar algo tan grande en ella por su libre consentimiento al plan divino preparado desde toda la eternidad: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Al mismo tiempo, ya que Dios la pensó como la persona que resume en sí toda la creación, María abrió a la creación misma la posibilidad de generar a Dios. Es así como la libertad del hombre alcanza con ella y en ella su verdad y su plenitud. De María, la Mujer, nació Jesús, el Hombre-Dios. A partir de esto es necesario reinterpretar trinitariamente el dato bíblico sobre la relación ontológica hombre-mujer, en la cual tiene sus raíces la verdadera igualdad y distinción de ambos. Se impone una inversión radical del modo corriente de entender la presunta superioridad del hombre evocada por el relato de la creación de la mujer que aparece en el Génesis (cf. Gn 2, 21-23). Eva surge de Adán, la mujer del hombre, y en cierto modo es menos que él. Pero, en cuanto reflejo en forma de criatura del principio metafísico según el cual la plenitud se origina del vacío, la mujer, siendo menos que el hombre, es capaz de generar al hombre y por consiguiente es superior a él (cf. 1 Co 11, 11-12). ¿Por qué la mujer es inferior al hombre? Porque es superior a él. ¿Por qué el hombre es superior a la mujer? Porque es inferior a ella. Ahora bien, al encarnarse en Jesús, el Verbo de Dios resume en sí todo el cosmos y toda la humanidad, aun permaneciendo distinto de ellos, de manera que María también está contenida en Jesús. Pero puesto que Jesús nació de María, en cierto modo ella es superior a Jesús, si bien fue Jesús quien la hizo superior al hacerla su madre, Madre de Dios. El mariólogo Roschini escribe: «Mientras que en todo tipo de maternidad la madre existe antes que el hijo y le da la existencia, en la maternidad de María con respecto a Cristo, el Hijo, en cuanto Dios, existe antes que la Madre (…). La divina persona pre-existente del Hijo elige –¡algo único!– a su propia madre (...) y se da a ella como Hijo para que ella lo revista de la naturaleza humana. Y María, al aceptar libremente esa elección, ¡se da al Hijo –algo único– como Madre!» (1). Por consiguiente, Jesús y María son dos realidades inseparables y al participar de ellas se realiza la presencia de Dios en nosotros, que es presencia de nosotros en Dios. De hecho, estar en Dios significa ser capaz de generarlo, como María hizo con Jesús, es decir, amarlo de esa manera trinitaria que nos permite participar totalmente en su vida. Como hemos dicho, ésta es la libertad que Dios ha dado gratuitamente al hombre y que, a pesar del pecado del hombre, María eleva a su grandeza máxima. Es más, el anuncio de María, prefigurada según la interpretación tradicional de la Iglesia en la mujer cuya estirpe aplastaría la cabeza de la serpiente (cf. Gn 3, 15), tiene lugar inmediatamente después de la entrada del pecado en el mundo. Asombrosa dinámica ésta por la cual de la humanidad pecadora (“maculada”) surge la Inmaculada que generaría a Jesús. Como escribe Chiara Lubich admirablemente, «María es la Flor de la humanidad. Ella, la Inmaculada, es la Flor de la “maculada”. ¡La humanidad pecadora floreció en María! (…) ¡Qué hermosa es María! Es la creación que se hace flor, la creación que se hace belleza. Toda la creación florecida, como la copa de un árbol, es María. Desde el Cielo Dios se enamora de esta Flor de las flores, la fecunda de Espíritu Santo y María da al Cielo y a la tierra el Fruto de los frutos: Jesús» (2). Concluyo esta reflexión indicando un posible filón de investigación sobre la identidad y la relación entre filosofía y teología. ¿Qué es la filosofía? Es María, en cuanto naturaleza humana elevada al plano divino aun permaneciendo naturaleza humana. Y ¿qué es la teología? Es Jesús, en cuanto conjunción perfecta de lo humano y lo divino. Pero como no se puede separar a María de Jesús, tampoco se puede separar la filosofía de la teología, porque aunque estén separadas dialécticamente, están unidas trinitariamente. Ésta es una nueva comprensión teórica que la encarnación del Verbo en María también hace posible. 1) G. Roschini, «Il mistero di Maria considerato alla luce del mistero di Cristo e della Chiesa», Roma 1973. 2) C. Lubich, «María, transparencia de Dios»; Ciudad Nueva, Madrid 2003.



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