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Para morir dignamente, ¿hace falta una ley?

José Luis Guinot Rodríguez*

La ley andaluza de «derechos y garantías de la dignidad de la persona en el proceso de muerte» ha causado controversias. La opinión de un experto.
A mediados de marzo el parlamento andaluz aprobó la «Ley de derechos y garantías de la dignidad de la persona en el proceso de muerte». Como todo tema relacionado con el final de la vida humana, ha causado controversias, que van desde el aplauso por la regulación de una práctica ya habitual en las unidades de cuidados paliativos, hasta el rechazo absoluto por considerar que abre una puerta a la despenalización de la eutanasia. Ha sido una aprobación unánime por todos los grupos políticos, y no podía ser menos pues queda escrito que «la ley no contempla la regulación de la eutanasia», sino que pretende asegurar la dignidad de «las personas en proceso de muerte», es decir, en situación terminal o de agonía. Por tanto, no es una ley de muerte digna, ni contempla la decisión personal de morir, sino la de interrumpir o no instaurar un esfuerzo terapéutico que sólo prolongue la agonía. En los servicios de oncología vivimos con frecuencia la tremenda experiencia de acompañar a un enfermo hasta los últimos momentos de su historia, de la que hemos formado parte. Lo que dice esta ley ya lo hacen los equipos sanitarios entrenados en atender a pacientes terminales, pues los cuidados paliativos son el gran avance de la medicina en la última década. La sedación terminal, por ejemplo, se utiliza cuando los síntomas son refractarios, es decir, ya no surten efecto los calmantes en dosis elevadas y la claudicación del organismo genera un sufrimiento que sólo se puede atenuar disminuyendo el nivel de conciencia. A los equipos de atención domiciliaria, de cuidados paliativos y de oncología esta ley no les hacía falta, pues no aporta nada a una buena práctica médica. ¿Para qué sirve entonces la ley? Precisamente para evitar que médicos sin formación adecuada o en condiciones no idóneas tomen decisiones con la intención de evitar sufrimientos, pero sin contemplar el apoyo de todo un equipo y sin contar con la opinión confusa de la persona que está muriendo y la de su familia. También sirve para que personas como tú o como yo, cuando estemos en el último trance de la vida, recibamos una atención sanitaria con la confianza de que no sufriremos un dolor insoportable ni se nos prolongará la vida a base de cables e intubaciones en contra de nuestra voluntad. Les sirve también a los políticos para aclarar que todos buscamos la dignidad en el proceso de morir, y no siempre hemos de estar enfrentados por tener convicciones diferentes. Y en última instancia esta ley confirma lo que ya sabemos los que hemos estado al lado de un paciente terminal: que la eutanasia no se llega a plantear cuando hay buenos cuidados paliativos. ¿Qué le falta a esta ley? Los obispos andaluces han valorado positivamente «cuanto se regule a favor de la humanización del proceso de la muerte», pero argumentan que algunos aspectos ambiguos requieren mayor claridad. La distinción que se hace en el preámbulo entre vida biológica y personal «carece de fundamento antropológico» ya que «la vida humana es siempre una unidad biológica y personal». Científicamente hablando, cuando hay un electroencefalograma plano persiste vida biológica, pero la muerte de la persona se ha producido. Así pues, mantener artificialmente la vida sin posibilidades de recuperación «es contrario a la dignidad de la vida humana», dice esta ley. Ahora bien, hasta que la ciencia médica no aclare cuándo una situación de coma es irreversible, no se podrá interrumpir ese apoyo, siempre y cuando no se genere un sufrimiento insoportable. Recuerdan los obispos que nunca se pueden realizar actos contra la vida humana y que en casos de coma, los cuidados básicos, como la hidratación y la alimentación, hay que realizarlos siempre. En realidad la ley no habla del estado de coma, sino de la persona «en proceso de muerte». Y aunque la consejera de salud andaluza resalta que el caso de Inmaculada Echevarría es uno de los motivos de esta ley, en realidad no lo aborda, pues una persona con una enfermedad degenerativa como ella tenía, que vivió diez años conectada a un respirador, no era una paciente terminal ya que podría haber seguido viviendo durante tiempo indefinido en esa situación. Otra cosa es que ante una infección respiratoria hubiera rechazado antibióticos o broncodilatadores y hubiera demandado una sedación cuando la disnea comenzara a ser intratable. Queda claro en esta ley que la persona enferma tiene el derecho de decidir si acepta o no un tratamiento, pero no justifica rechazar un tratamiento que la mantenga con vida cuando ésta no va a acabar en un plazo breve, como ocurre sólo en los pacientes terminales. Aparte de los aspectos éticos, siempre difíciles de precisar, los obispos recuerdan que hace falta una adecuada financiación que garantice los derechos de los enfermos a una buena medicina paliativa. Sigue echándose de menos que los legisladores se den cuenta de que ni el mejor tratamiento paliativo puede sustituir el acompañamiento de los seres queridos, que es una de las formas de dar dignidad al morir. La ley francesa sobre el fin de la vida de 2005 fue modificada hace un año para conceder hasta tres semanas de permiso con subsidio al acompañante de un paciente terminal, cuando se comprobó que apenas un 25% de los franceses en centros públicos morían acompañados por sus familiares. Por último se cuestiona si debe regularse la objeción de conciencia de los profesionales sanitarios. Creo que, aun siendo prioritaria la conciencia de cada persona a la hora de tomar decisiones, no se debe llegar a un conflicto cuando de lo que se trata es de no hacer más de lo necesario. Aunque cada caso es único y siempre difícil, los profesionales preparados sabemos cuándo hemos hecho todo lo posible y no debe hacerse nada más. Mantener un antibiótico o poner una transfusión a un paciente con síntomas refractarios no es una buena práctica médica, sino un intento desesperado de luchar contra el hecho más natural de la vida: morir. También se echa en falta que la ley exija una preparación adecuada al «médico responsable». Igualmente hemos de enseñar a los familiares que, cuando se ha hecho todo lo posible y no queda nada más que hacer, su papel es estar a su lado hasta el final. No hay nada que otorgue más serenidad al proceso de muerte que la confianza del paciente y de la familia en el equipo sanitario. Algo que una ley no puede legislar. *) El autor es jefe clínico de Oncología Radioterápica de la fundación Instituto Valenciano de Oncología (IVO), vicepresidente de la Asociación Víctor E. Frankl y coordinador de la Asociación Humanidad Nueva en Valencia.



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