Cuando Enri y yo comenzamos a conocernos, ambos teníamos 21 años. Nuestra formación era muy distinta: él de ciencias exactas y yo de ciencias sociales; pero gracias a una comunicación muy fluida llegamos a entender y a sentir que desde la comprensión y el respeto podríamos construir un futuro juntos. Después de dos años de noviazgo nos casamos.

Si bien a Enri le gustaba definirse como no creyente, también decía que allí donde él no podía llegar porque no entendía, llega nosotros. Nunca tuvimos problemas para ponernos de acuerdo en temas tan delicados como el número de hijos, el control de la natalidad o la educación religiosa de nuestros seis hijos. 

Uno de mis compañeros de trabajo me suscribió a Cuidad Nueva, la revista que edita el Movimiento de los Focolares, y así fue como ambos entramos en contacto. Comenzamos a visitar el focolar y a reunirnos con otros matrimonios. Pronto Enri se distanció al no encontrar coherencia en alguno de los integrantes del grupo. Su vinculación con grupos agnósticos hizo que no fuera un periodo fácil en nuestra relación y para mí fue el momento de vivir este dolor a fondo, teniendo en el alma a Jesús en la cruz. Esto ayudó a que todo fuese mejorando. Mi marido no participaba en las reuniones a las que yo acudía, pero eso no impedía que yo fuese a las suyas y, por mi presencia y respeto, pudimos continuar adelante juntos. 

Pese a que ambos teníamos buenos trabajos en Argentina, resultaba cada vez más difícil afrontar la situación económica y en el año 2004, gracias a que él tuvo una oferta laboral en España y dado que teníamos los papeles en regla, decidimos emigrar. Entretanto nuestros hijos hicieron su propia elección: los dos más grandes, ya mayores de edad y con trabajo fijo, decidieron quedarse en Argentina, y los cuatro restantes aceptaron la gran aventura de la emigración.