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Joseph Ratzinger y su búsqueda de la verdad

Victoria Gómez

Entrevista a Giovanni Maria Vian


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Abril lleva dos fechas capitales en la vida de Joseph Ratzinger: nació el día 16 (1927, Marktl am Inn, Baviera), y fue elegido papa el 19 (2005). La distancia desde su fallecimiento (31 de diciembre de 2022) agranda su figura de modo directamente proporcional y nos deja entrever el gigantesco horizonte por descubrir. Esta conversación con Giovanni Maria Vian nos acerca temas y perspectivas y nos deja entrar de puntillas en la verdad y en la valentía del recorrido vital de Benedetto XVI.
Aciertos y errores en el papado de Joseph Ratzinger.
En el papado, y diría también en su vida, ya que es un todo muy coherente. Una vida muy larga: sacerdote, teólogo, arzobispo de Munich durante 5 años, otros 23 como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el antiguo Santo Oficio, luego 8 de pontífice y papa emérito durante 10 años.
¿Aciertos? Lo que ha dejado escrito, una obra recogida en 16 volúmenes, editados perfectamente en alemán, me consta muy bien en español; sin embargo detrás de la obra escrita está su vivencia y su pasión por la historia y el pensamiento cristiano como se ha ido desarrollando y que, como poquísimos, ha sabido comunicar. Creo que este es su acierto más importante: haberlo comunicado con una claridad impresionante.
¿Defectos? Un hombre demasiado amable que confió excesivamente en las personas, lo que a veces se tradujo en debilidad de gobierno y escasa capacidad de enfrentarse con los choques. Esto en Munich, como arzobispo, y durante el pontificado, donde dejó demasiado espacio a unos colaboradores que no le sirvieron como se merecía. No fue así durante los 23 años a la cabeza de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y de esto se sabe poco: con él, por primera vez en la historia, la cumbre del dicasterio vaticano se desplazaba en diversos continentes, mostrando una dimensión no centralizada del ejercicio doctrinal. 
 
Ratzinger y el coraje de pensar: para él fe y razón eran lo mejor del ser humano. 
Recoge una corriente muy importante en el cristianismo no aceptada por todos, la que abre al diálogo con la cultura profana. Y esto desde los primeros siglos, permeados por la cultura griega, lo que posibilita una dialéctica con los que están afuera. Habría mucho que decir sobre esto y Ratzinger era un buscador del diálogo. Para él la razón sostiene un modo de vivir la fe compatible con la naturaleza del ser humano; la razón caracteriza al ser humano, le permite dialogar con los demás1, es un terreno común.
Otra característica de Jospeh Ratzinger es la lealtad. Imposible non vincularla a su comportamiento respecto a los abusos, que marcaron dramáticamente su trabajo como prefecto y luego su pontificado. 
La tragedia de los abusos no se está afrontando como se debería. Pensemos en el caso Rupnik o en la reacción de los episcopados, exceptuando el de Francia que la ha asumido en todas sus proporciones. El problema viene de lejos: se descubre en los años 80; Ratzinger percibe su gravedad, pero le paran el carro. En L’Osservatore Romano publicamos cartas entre él y el prefecto de la Congregación del Clero, el cardenal Castrillón Hoyos. Ganó la vieja mentalidad (no mover las aguas para no dar escándalo) y Ratzinger perdió. Tampoco se le permitió actuar ante el crimen de padre Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, con protecciones muy fuertes en la Curia. Lo afronta siendo papa.
Pocas semanas antes de su elección, en sus meditaciones para el Via crucis del viernes santo 2005 en el Coliseo, suenan palabras durísimas contra los abusos. «¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él!... La traición de los discípulos, la recepción indigna de su Cuerpo y de su Sangre...»2. Recuerdo que durante su viaje a EE.UU. en abril de 2008, en el que participé, expresó su vergüenza y puso a las víctimas en el centro del problema. Lo repitió en muchas ocasiones y también al final de su vida, cuando le reprochan haber encubrierto a un sacerdote mientras era arzobispo de Munich. Se declara inocente pero escribe en una carta: «Hoy nuevamente solo puedo expresar a todas las víctimas de abusos sexuales mi profunda vergüenza, mi gran dolor y mi sincera petición de perdón. Ya que he tenido importantes responsabilidades en la Iglesia católica, mayor es mi dolor por los abusos y errores que se han producido durante el tiempo de mi misión en los respectivos lugares. Cada caso de abuso sexual es terrible e irreparable»3. Me averguenzo, pido perdón, asumo las culpas: esta es la lealtad de Ratzingr, que implica valentía para enfrentarse al mal.
Ratzinger y la Iglesia en el mundo contemporaneo. ¿Dónde radicaban sus esperanzas?
Fue siempre un hombre optimista, miraba la realidad a la cara, que es crítica pero no nueva. Había estudiado muy bien a san Agustín y sus obras, en las que muestra un profundo conocimiento del ánimo humano y la falta de ilusión por la naturaleza decaida del hombre. Se habla del pesimismo agustiniano de Ratzinger, pero él nunca descuidó la realidad cotidiana. Es más bien un realismo que aprecia el mundo, sabiendo que hay algo que le trasciende. Una de las cosas más impresionantes de Ratzinger es su última homilía como cardenal. Pocas horas después se convertirá en papa. Es recordada como la homilía contra el relativismo, pero hay un pasaje donde va más allá y reflexiona sobre la vida misma: «¿Qué queda de este mundo? El dinero no queda, los edificios no quedan, los libros pasan... Lo único que permanece eternamente es el alma humana, el hombre creado por Dios para la eternidad»4. Y concluye: «Pidamos al Señor que nos ayude a dar fruto, un fruto que permanezca. Solo así la tierra se transforma de valle de lágrimas en jardín de Dios». 
Ratzinger se dejaba impresionar por la feminidad de la mujer, como se lee en su biografía; la admiraba y reflexionaba sobre ella. 
Tiene razón mi colega y amiga Lucetta Scaraffia, historiadora, de la universidad La Sapienza, que conoció bien a Ratzinger y que, por su encargo, fundó y dirigió Donne Chiesa Mondo, el mensual femenino de L’Osservatore Romano. Está convencida de que Ratzinger es el papa más abierto a las mujeres y que su relación con ellas se ha «caracterizado por la valentía y la verdad, sin caer en tentaciones ideológicas fáciles, pero abierta a la innovación»5. Creo que esto viene de su historia personal, desde los tiempos de la universidad hasta el final de sus días, una actitud para nada clerical. Lo ha demostrado claramente en cómo ha hablado de las mujeres cristianas a lo largo de la historia, un tema que Lucetta Scaraffia ha estudiado con originalidad. El papa, por ejemplo, declaró doctora de la Iglesia a una que no era ni siquiera santa, Hildegarda de Bingen, una monja y una gran intelectual de la Edad Media, médico, músico, naturalista, astrónoma, mística. La llamaban la profetisa de Alemania, discutía con el emperador y los arzobispos la invitaban a predicar en las catedrales, una figura imponente, dejada al margen de la historia. Benedicto logró canonizarla por una vía especial y proclamarla doctora de la Iglesia, abriendo pistas al feminismo, al ecologismo, a la mística. Un tema por explorar que un movimiento como los Focolares, que considera central el aspecto femenino, podría profundizar. 
Benedicto XVI hizo su renuncia. Sabía lo que hacía. Quería que la iglesia tuviese un nuevo papa en la plenitud de sus poderes y de sus fuerzas. ¿Porqué hay grupos ultraconservadores con recursos y motivaciones ideológicas que siguen instrumentalizándolo incluso después de muerto?
Porque siempre ha habido partidos en la Iglesia, desde el comienzo de la historia del cristianismo. Basta leer las cartas de San Pablo. La sucesión tiene lugar con la elección de un nuevo papa, que puede representar una corriente opuesta. Siempre hay partidarios forofos de quien ya no es papa, o porque ha muerto o porque, como en este caso, ha renunciado. Siempre ha pasado y es una de las razones por las que no es conveniente canonizar a los papas, ni siquiera a los santos; de esto estaba convencido Pablo VI, que sin embargo también ha sido canonizado.
Benedicto XVI renunció porque no podía más. Esta es la verdad. Un acto que en su modalidad no tiene precedentes en la historia de la Iglesia. Él lo expresó de manera clara y hay que respetar lo que dijo. Lo adelantó ya en 2010, en el tercer libro entrevista con Seewald6. Y casi lo había predicho celebrando el 10 de agosto de 1978 la misa por Pablo VI, que acababa de morir: una homilía impresionante, casi desconocida, policopiada en el boletín del arzobispado de Munich, que publicamos en L’Osservatore Romano cuando ya no era papa7. 
Ratzinger no tenía ningún afán de poder, mostrando así cómo debe de ser para un cristiano, y mucho más para un obispo y un papa: el poder es servicio. La Iglesia de Roma tiene muchos defectos, podríamos hablar de ello durante horas, pero posee una gran peculiaridad: cuando un papa muere o renuncia, se pone nuevamente en juego y puede cambiar totalmente. A mucha honra.
El lema de Ratzinger como obispo fue «cooperadores de la verdad»8 y su vida muestra hasta qué punto ese ha sido el hilo conductor de su vida, su vocación, su misión y también su pontificado, marcado por crisis y dramas. ¿Se consideraba mártir? ¿Cómo lo recordará la historia?
No, no creo que se considerase mártir. Era consciente, y lo afirma en la homilía de la misa por Pablo VI: «un papa no tiene que dejarse influenciar» ni por el espíritu del tiempo ni por los grandes poderes. Él hizo lo que pudo. Era consciente de su grandeza como teólogo. No era quizá tan creativo, pero supo como nadie comunicar la fe cristiana9. En este sentido quiero recordar la trilogía Jesús de Nazaret, el destilado de la búsqueda de toda una vida. Sí, «Coperadores de la verdad», y la verdad es Cristo, es Jesús de Nazaret. 
Desde mi punto de vista, su vida quedará, como quedarán sus obras. Con una conciencia dramática. Su primer libro, de éxito impresionante en el verano del 1968, Introducción al cristianismo, que resume sus clases en la universidad de Tubinga, empieza con una historia narrada por Kierkegaard. Un circo itinerante que se incendia y un payaso que corre al pueblo para pedir auxilio. Pero no le creen, suponiendo que está haciendo publicidad del circo. El payaso insiste, llora; la gente admira lo bien que lo hace y nadie le cree. Así es el teólogo, así es el cristiano: vestido de payaso, por así decir, corre a avisar que algo está pasando, pero nadie le cree, incapaces de ir más allá del vestido.
Sin embargo pienso que Ratzinger ha logrado hacerse entender y lo logrará cada vez más. El incendio, continuando con la metáfora, se propaga y llevará tiempo comprender qué está sucediendo, pero no hay que perder la esperanza. Ratzinger lo afirmaba ya en los años 60 y preveía una iglesia que tiene que prepararse a reducirse y ser pequeña. Era convinción suya que la Iglesia debe comprenderse como un conjunto de minorías creativas, con una herencia de valores que no pertenecen al pasado, sino que son realidad viva y actual. 




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