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Bicentenario: Darwin superstar

Julio Márquez

Un gran pensador, criticado por muchos, cuya teoría lleva dos siglos en el centro del debate entre ciencia, filosofía y teología.
«Mi éxito como hombre de ciencia, haya sido el que haya sido, ha venido determinado, según puedo entender, por unas cualidades y condiciones mentales complejas y variadas. De entre ellas, las más importantes han sido el amor por la ciencia, la ilimitada paciencia para reflexionar largamente sobre cualquier tema, la laboriosidad en la observación y la recolección de datos, y una buena cantidad de inventiva así como de sentido común. Con las moderadas habilidades que poseo, resulta realmente sorprendente que haya influido de un modo tan considerable en las creencias de los científicos sobre algunos importantes puntos». En 1876 Charles Darwin escribe esta frase al final de su autobiografía sin poder prever cuánto crecería todavía su influencia en los años venideros. La teoría de la evolución que él formuló y la consiguiente concepción evolutiva del mundo que se deriva de su teoría son el marco de los debates científicos, filosóficos y teológicos actuales, así como de la relación entre ellos. Muchos de los conceptos que él propuso forman ya parte de nuestro bagaje cultural. Charles nace el 12 de febrero de 1809 en Shrewsbury (Inglaterra), cerca de Gales, en el seno de una familia burguesa acomodada. De pequeño da largos paseos solitarios completamente absorto en sus pensamientos, coleccionando todo tipo de cosas y tratando de «descubrir el nombre de las plantas». Ya que no muestra gran interés por los estudios, su padre, preocupado de que se vuelva un “ocioso”, le propone que se haga ministro anglicano. Casi a los veinte años, Charles ingresa de mala gana en la universidad de Cambridge. Sin embargo, sus lecturas de filosofía de la naturaleza, el trato con un selecto grupo de hombres de cultura y sus excursiones a la campiña inglesa en busca de muestras de rocas y de insectos, encienden en él el deseo ardiente de dar su aportación, por humilde que sea, «al noble edificio de las ciencias naturales». Una larga reflexión A finales de 1831 Darwin tiene la oportunidad de embarcarse como «naturalista» en el bergantín Beagle, que se dirigía hacia Sudamérica, las islas Galápagos y Australia, lo que constituirá «el acontecimiento más importante» de su vida. Durante los cinco años que dura el viaje se dedica a observar la geología y la fauna de los ambientes naturales que visita. Haciendo uso de sus grandes dotes, comienza su reflexión sobre las observaciones que realiza. Ante el «esplendor de la naturaleza tropical», escribe en su diario: «No es posible dar una idea cabal de los sublimes sentimientos de asombro, admiración y devoción que inundan y elevan el espíritu ante este prodigio». Como todos los de su época, está convencido de que las especies animales son estables y cada una es producto de un acto creativo individual de Dios; pero su travesía en el Beagle le hace surgir la idea de que las especies se modifican gradualmente. A su regreso a Inglaterra, Darwin aborda decididamente el tema de la transformación de las especies basándose en las observaciones recogidas en su diario del viaje, «observando y experimentando», hasta que se afianza en su teoría. En una carta escribe que ha llegado a la conclusión de que las especies pueden cambiar. Sabe bien hasta qué punto se expone a las críticas por hacer tal afirmación, pero ha llegado a ella honestamente y tras una meticulosa consideración. Las teorías de Malthus sobre la lucha por la supervivencia y las posiciones de los filósofos materialistas de su tiempo influyen en él a la hora de definir el papel esencial de la «selección natural» en la evolución de las especies, la cual garantiza mayor descendencia a los «más aptos» para sobrevivir, sin que ninguna finalidad o voluntad consciente guíe el proceso. Es como si Darwin hubiera proyectado en la naturaleza las estructuras y los conflictos de la sociedad de su tiempo. Mientras tanto, Darwin medita mucho sobre la religión y el sufrimiento en el mundo, en especial el de los animales, que sufren sin alcanzar un consiguiente perfeccionamiento moral. Si existe un Dios bueno –se pregunta– «¿qué ventaja podría haber en los sufrimientos de millones de animales inferiores durante un tiempo casi infinito?». Por éste y otros motivos, aunque era «muy reacio» a abandonar sus creencias, «la incredulidad se fue introduciendo subrepticiamente» en él hasta llegar a ser total. Su matrimonio con su prima Emma, «sabia consejera y prudente consoladora», le permite a Charles gozar de una vida familiar feliz y acomodada y tener el trabajo científico como «principal diversión y única ocupación», aunque su salud inestable le impone llevar una vida retirada y tener sólo contactos epistolares con los demás científicos. Las cartas de Emma dejan traslucir el amor y el respeto recíproco entre los cónyuges, a la vez que delatan la ansiedad de Emma por el abandono de la fe por parte de su marido: «Aprecio de todo corazón tus cualidades y tus admirables sentimientos. Todo lo que me atrevo a esperar es que además de dirigírmelos a mí, los dirijas también a lo alto». El éxito Durante veinte años duda en publicar sus conclusiones, consciente como es de los problemas que plantea su teoría, «tan graves que no puedo pensar en ellos sin abatirme». El impulso definitivo le llega de Alfred Wallace, un estudioso desconocido que le envía un ensayo en el que expone una teoría idéntica a la suya. A raíz de esto, en 1859 publica El origen de las especies, que alcanza un éxito instantáneo y presagia las grandes discusiones que están por venir. Charles escribe: «A propósito de mis recensores, tengo que decir que casi todos me han tratado lealmente, excepto los que carecen de conocimientos científicos, a los que no vale la pena recordar». En esta época pierde a la segunda de sus hijos, su amadísima Annie, de diez años. El inmenso dolor que esta muerte le produce contribuye a acentuar su actitud escéptica y racionalista. A partir de ahora se profesa agnóstico, porque considera inconciliables una visión evolutiva del mundo y la fe cristiana en la creación. Años más tarde, al comentar la posición de otros hombres famosos, escribe: «Todos ellos estaban seguros de que habían resuelto el problema de la existencia, mientras que yo tenía la firme convicción de que el problema era irresoluble». El hombre «En cuanto me convencí en 1838 de que las especies cambian, no pude prescindir de creer que el hombre está regido por la misma ley». Pero Charles sólo se atreve a publicar El origen del hombre en 1871, obra en la que expone la tesis de que la especie humana desciende directamente de los animales a través de un lento cúmulo de pequeñas variaciones, hasta el punto de que es «imposible definir en qué momento se debería usar la palabra “hombre”». Al tocar explícitamente el aspecto religioso, esta obra, síntesis de su grandiosa y chocante concepción de la naturaleza, provoca violentos debates. A medida que se intensifican las discusiones, las recensiones y los ataques, sobre todo por parte de la prensa religiosa, se forman dos bloques irreducibles de opinión a favor y en contra de la teoría de la evolución. Mientras tanto, los conceptos y las metáforas que Darwin había introducido entran en el imaginario popular y en el habla corriente. Por su parte, Charles, que ya es famosísimo, sigue publicando ensayos científicos hasta los últimos años de su vida. Muere en 1882 y le entierran con grandes honores en la abadía de Westminster de Londres junto a Isaac Newton. Desde entonces no han cesado las discusiones, a menudo mordaces, sobre su pensamiento. Para algunos, el darwinismo se ha convertido en una especie de ideología intocable, mientras que para otros es una verdadera desgracia. Más allá de las posiciones extremas, después que han pasado casi dos siglos de su muerte, el punto de vista de Darwin, sus intuiciones científicas y, en parte, sus posiciones filosóficas siguen siendo una referencia esencial no sólo para los biólogos, sino para la mayor parte de los científicos y pensadores de nuestro tiempo. DOS SIGLOS DEBATIENDO ACALORADAMENTE Tras la muerte de Darwin, las caricaturas satíricas que aparecen en los periódicos reflejan el enfrentamiento entre visiones opuestas, un enfrentamiento que se torna duro porque con la excusa de la “lucha por la existencia” postulada por Darwin, se justifican desigualdades sociales, eutanasia y políticas de marginación (darwinismo social). Desde el punto de vista científico, la mayoría de los investigadores aceptó la teoría de la evolución, sobre todo cuando el agustino Mendel formuló las leyes de la herencia genética y luego, cuando en el siglo siguiente se consiguió decodificar el códice genético. Estos dos avances aclararon los mecanismos de transmisión de los caracteres hereditarios a la descendencia. En el siglo XX, la revolución darwiniana se extiende progresivamente a todas las ramas de la ciencia. Su generalización impulsa la secularización de la civilización occidental, ya que al cambiar la visión del mundo, hace más plausible una historia y una vida sin Dios. De hecho, el método científico se basa sólo en causas sensibles y datos verificables; por lo tanto, es “materialista” por definición. Pero por primera vez, la teoría de Darwin ofrece una explicación del hombre sin recurrir a un creador. La consecuencia inevitable es que se asocien a la teoría científica de la evolución distintos “evolucionismos”, es decir, interpretaciones filosóficas de la evolución que dan una visión atea del mundo y reivindican para la ciencia el papel de único garante de la verdad. Esta visión pretende ser la única racional y universal y relega a las otras, en especial a la religión, a la esfera íntima y privada. A menudo, enseñar la teoría de la evolución en las aulas supone difundir también una determinada visión del mundo. La reacción no se ha hecho esperar, sobre todo en los Estados Unidos, donde surgió el “creacionismo” y después la teoría del “diseño inteligente” como intentos (fallidos) de asociar el método científico a la interpretación literal de la Biblia para justificar la existencia de un claro finalismo sobrenatural en el universo. De esta manera, se pretende introducir la enseñanza de esta teoría en las aulas al lado de la teoría de la evolución. Es un intento inútil de hacerle decir a la ciencia lo que no puede demostrar: si Dios está operando en el mundo o no. Hasta ahora, lo único que se ha conseguido es irritar y poner a la defensiva a muchos científicos y filósofos de la ciencia. Pero lo que no ha conseguido el creacionismo, es decir, replantear los elementos de la teoría de la evolución y sus interpretaciones, probablemente lo hará la ciencia misma con su método “honesto” y progresivo. Cada vez es más evidente que la explicación actual del cambio evolutivo no es satisfactoria y requiere una revisión y que se complete. La genómica, la biología molecular y la biología celular y del desarrollo ya han resaltado la extraordinaria complejidad de los fenómenos biológicos, han reducido la importancia de los genes (predeterminación estática de las características) y han subrayado en cambio la elasticidad y el carácter dinámico del proceso evolutivo, que se basa también en variaciones “inteligentes” producidas por la “historia” del organismo, es decir, por su interacción con el ambiente. Al final, la selección natural, considerada por Darwin como la principal, si no única, raíz de los cambios evolutivos, podría quedar degradada al rango de causa menor.



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