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Tan cerca de la muerte

Ana Grindlay

La autora narra la insólita petición de una amiga para que acompañe a su madre en el momento de la muerte.


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Hace unas semanas me escribió por Instagram, una red social, una compañera de la universidad. Me preguntaba: «Ana, ¿sigues creyendo en Dios?». La verdad es que la pregunta me dejó muy sorprendida. Para nada me podía esperar un mensaje como ese, y menos de esta compañera que hacía tiempo no veía. Me decía también que ella recordaba que una vez había dicho en clase que yo era creyente y que Dios era lo más importante de mi vida. Así que respondí a su mensaje enseguida y le dije: «Si, sigo creyendo en Dios, cuéntame. ¿Va todo bien?». Inmediatamente me respondió diciéndome que su madre estaba muy enferma de cáncer y no le quedaba mucho tiempo de vida, que por favor rezase por ella, pues lo necesitaba. También esta respuesta me produjo gran sorpresa, así que decidí darle mi número de teléfono para poder hablar.
Al día siguiente recibí su llamada. Para ponerme un poco en contexto, me contó que su padre no es creyente y ella tampoco. De pequeños, su madre había llevado sus hijos a misa y habían recibido los sacramentos, pero mi compañera había dejado de ir a misa y no quería saber nada de Dios, al igual que su padre. Solo que ahora, al ver que su madre estaba apunto de fallecer y que estaba muy intranquila, veían la necesidad de rezar por ella y ayudarla.
Al cabo de unos días me pidió que, por favor, fuera a su casa. Su madre estaba cada vez peor, intranquila y agitada, y se daban cuenta de que le faltaba una persona que le hablase de Dios y rezara con ella. En ese momento sentí miedo; no sabía si debía acudir a su casa o mejor dejarlo pasar. Me asustaba tener que afrontar otra muerte más, cosa que ya me ocurre en el trabajo; tenía miedo de no saber cómo actuar con ella, o de no poder ayudarla. Pero dentro de mí sentía que tenía que ir, que Dios me lo pedía, que tenía que verla, estar con ella y afrontar juntas con Dios el final de la vida. Y así lo hice: fui a su casa.
Al entrar me recibió el pequeño de la casa, que tiene cinco años. Me dio la mano y me llevo a su cuarto para enseñarme un peluche, el favorito de su madre. Aún recuerdo que me dijo: «Hoy no he ido al cole porque mi mamá esta muy malita, pero sé que pronto se recuperará». Esas palabras se me clavaron en el corazón y sentí por dentro un desgarro muy fuerte que no puedo explicar con palabras. Luego mi compañera y su padre me invitaron a pasar al dormitorio donde se encontraba la madre. Ellos se pusieron a un lado de la cama y yo en el otro lado. Le di la mano, me encomendé a Dios y a mi Virgen de la Soledad, y comencé a decirle: «Sandra, soy Ana. Soy una amiga de tu hija, quiero que sepas que estamos juntas en esto. Dios está aquí contigo, no estas sola, has luchado mucho tiempo, has dado todo por tus hijos y por tu marido, has dado testimonio de fe a todos los que te rodean, pero ahora, Dios, tu padre, te llama. Quiere que vuelvas a tu casa, al paraíso con él. Te quiere y te llama. Sabe que no es fácil pero tu has superado con creces la misión que traías a este mundo y el te llama para que desde allí, en el paraíso, con tu madre la Virgen y Dios, nos ayudes a ser fieles en la fe y ayudes a tu familia a vivir como tú has vivido. Confía en Dios, abandónate en él. Cierras los ojos en esta vida pero los abrirás en seguida en la vida eterna. Estamos contigo, adelante, no tengas miedo, el paraíso te espera. Dios, como en la cruz, tiene los brazos abiertos para acogerte».
Al terminar de decirle estas cosas, el padre me sugirió rezar el rosario, ya que Sandra lo rezaba mucho. Me dijo: «Ana, no sabemos rezarlo; enséñanos y te seguimos». Y así lo hicimos. Estábamos ya terminando el quinto misterio cuando, de golpe, la madre abre los ojos, mira a sus hijos, expira y fallece. En ese momento miré la estampa de mi Virgen de La Soledad y pensé para mí: ya la ha envuelto en su manto y se la lleva al paraíso con su hijo. 
El pequeño de cinco años miró a su madre, se abalanzó a darle besos y le decía: «Mamá, venga, despierta, que me has mirado». La niña de ocho y el niño de diez corren a abrazar a su padre, mientras mi compañera sale de la habitación. Cogí al niño de cinco años y lo acuné en mis brazos, le di un beso y le dije: «Corazón, mamá esta con Jesús en el paraíso y ahora es un ángel que cuidará de ti en cada momento». El niño se me abrazó y sentí que todo mi mundo se caía. No entendía nada, yo misma me hacía miles de preguntas: ¿Señor, por qué? ¿Por qué a esta familia? ¿Por qué con hijos tan pequeños?...
Ha sido una experiencia fortísima, llena de dolor. Ha sido la primera vez que entro en contacto con la muerte tan directamente. Nunca antes había visto a nadie morir. He podido experimentar muchas cosas. Por un lado, el dolor de una familia que tiene que decir el último adiós a la madre, pero también la fuerza que tiene la oración, el misterio de la fe, el dolor y la certeza en la resurrección en el mismo instante.




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