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La punta del iceberg

Juan Carlos Duque


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Las violentas protestas por la detención del rapero Pablo Hasél, o las provocadas por el mantenimiento o incremento de las restricciones derivadas de la Covid-19 en varios países europeos, o el asalto al Capitolio en Washington han provocado indignación, por un lado, y comprensión y respaldo, por otro. Actos similares se llevan sucediendo por todo el mundo –con menos repercusión mediática en el occidente capitalista– desde hace ya demasiado tiempo.
 
En un reciente artículo Juan Pagola reflexiona sobre el posible origen de esta violencia, a la que se refiere como impulsiva y desenfrenada, y que define como la punta de un iceberg, cuyo detonante en muchos casos es anecdótico: «una historia particular, un encontronazo nefasto o una pequeña chispa que prende la hoguera (…). Es un fenómeno de carácter multifactorial. Pero en el que se evidencia un profundo malestar y desasosiego. Las causas hay que buscarlas en los índices de paro juvenil, en el despliegue de un ocio desmedido que pretende escapar de una realidad agobiante, en la incapacidad de esta juventud para alumbrar un futuro con proyectos estables de vida, en la soledad a la hora de encontrar apoyos en una sociedad que se preocupa por lo suyo, en la desconfianza en unas instituciones que no están mirando a la ciudadanía sino a sí mismas… Como señala Innerarity1, esta crisis “nos encuentra con un sistema político infradotado de capacidad estratégica, demasiado competitivo, volcado en el corto plazo, oportunista y con escasa disposición a aprender”»2.
 
Si recogemos todos estos elementos aparentemente inconexos, nos encontramos con un caldo de cultivo idóneo para el desarrollo de populismos, cuya piedra angular es la confrontación entre el pueblo real y su corrupta élite dirigente, sea del signo que sea. Allá por 2002, Chiara Lubich puso el dedo en la llaga de la causa fundamental del origen de muchos de estos conflictos: «Nos encontramos en un período que puede definirse como el de después del 11 de septiembre. Si analizamos este fenómeno, nos damos cuenta de que tiene numerosas causas, pero hay una que es fundamental: el desequilibrio entre países pobres y ricos. Ahí está precisamente el desafío. Hace falta que hagamos algo. No basta la diplomacia, la acción política. Este problema no se resolverá con la guerra. Para solucionarlo hay que descubrir la solidaridad universal, reconocernos como hermanos»3.
 
Esta nueva categoría política, la fraternidad, nos cuestiona como seres humanos y nos confronta con nuestra responsabilidad personal y colectiva. No es algo que únicamente se estudia, se medita o sobre lo que se reflexiona. Presupone un cambio de actitud y una concreción individual y grupal. 




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