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Somos comunidad y nos sanamos en ella

María Alejandra García

Nuestra genealogía puede ayudarnos a comprender quiénes somos. Tenemos una historia inconsciente que repercute en nuestro presente.


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Desde el punto de vista físico, por el hecho de nacer, el ser humano queda afiliado en el libro virtual como miembro de una familia. Somos de un padre y una madre, venimos de alguien que ha otorgado un espermatozoide y un óvulo, un grupo de dos personas ha contribuido a formar a otra persona. Venimos de una primera comunidad que conforma nuestra primera identidad biológica. Necesitamos de una comunidad sostenedora para desarrollarnos, para sentir que pertenecemos y que por tanto existimos.
 
Con esta inscripción se otorga el derecho básico: «soy uno de vosotros», «perteneciendo soy», «puedo confiar en los demás, pedirles si estoy necesitado»,«los demás tienen la responsa­bilidad de cuidarme». Es el cimiento de la confianza básica, núcleo organizador de todo vínculo sano y perdurable en el tiempo. 
 
En esta comunidad familiar todos los hijos tenemos un lugar inclusivo. Llevamos dentro de nosotros una historia personal y genealógica. Somos una comunidad en nuestro interior donde dialogan personas significativas de nuestra historia personal y ancestral con su cultura, sus pensamientos y emociones. Es lo que Jung denominó inconsciente colectivo. Somos parte de una comunidad social. Somos todos uno. Y en ese campo genealógico, atravesado por el espíritu de la colmena, una afección no procesada afecta a los descendientes. Son gestalt inconclusas, conductas, sentimientos, enfermedades que remi­ten al trauma original de la genealogía, cualquiera sea su tiem­po y su lugar. Busca así, una y otra vez, ser concluido, reparado.
 
Cuando excluimos a un miembro de la comunidad, en el inconsciente surge algo inconcluso que busca ser incluido y crea un desequilibrio. Hay vivos y muertos que habitan de modo inconsciente en la vida de la familia. El espíritu de la con­sanguinidad, el sentimiento de comunidad aparecen como si dijeran: «Nadie de mi familia puede ser ocultado, discriminado ni transformado en un secreto. Ni por etnia, ni por posiciones sociales, ni por conductas abusivas, ni por enfermedades, malformaciones o diferencias sexuales. Si eso ocurriera otro ocupará su lugar, otro lo hará visible».
Quien ocupa el lugar del excluido y el excluido serán almas en pena, con fantasmas internos que acosan a la familia para hacerse oír y reclamar su derecho de pertenencia. Tobías Holc, referente especialista en psicogenealo­gía y creador de la técnica psicoescénica, aborda terapéutica­mente la resolución de patologías de exclusión, en lo que se denomina terapia de inclusión. 
 
Los perversos, los psicópatas, «la gente mala» que son de nuestra familia, no son un otro. Para el espíritu de la consan­guinidad «todos somos uno». Los malos –nos agrade o no– tie­nen una función pedagógica en el sistema genofamiliar y, por extensión, en la comunidad de destino común que los alberga. Toda persona atravesada por un familiar perverso debe trami­tar en sí mismo la perversión como algo propio. Un «malo» es un educador por lo negativo: «Eso no se hace». Los malos actúan en el organismo de la consanguinidad como las vacu­nas: generan anticuerpos necesarios para mejorar la calidad de vida.
 
Las injusticias silenciadas o enmascara­das rebotan en el árbol genealógico como repeticiones en los descendientes. Repetir es retener. Por ejemplo, «ver» y proyectar en un hijo a un familiar anterior falle­cido. Para cortar las repeticiones, algún miembro del clan familiar debe reparar los daños ocasionados y restaurar el orden ético infligido. La conservación de la especie está en la base de los cuidados a la genofamilia, nos vinculamos con lealtad a sus princi­pios, mitos y a la reparación de sus dolores. La consanguinidad nos unifica y la lealtad es el sentimiento de unión. Un sentimiento primario que privilegia la pertenencia al grupo.
 
Con la nueva información filogenética logramos aumentar nuestro capital étnico al saber que todos somos mestizos. No hay etnias puras, el mestizaje es parte de la condición humana. Lo más fuerte y más sano es la biodiversidad genética. Esta conciencia nos conduce a ser más tole­rantes con lo diferente, ya que de alguna manera nos unen nuestros orígenes, y así formamos parte de una familia más gran­de. Al verte me veo. Ancestros comunes nos unen y además la biodiversidad nos enriquece. No somos mejores ni peores que nadie. Abrazar nuestras raíces maternas y paternas, sus etnias, patrias, posiciones sociales y culturas nos permite respon­der al «quién soy» y «de dónde vengo», conscientes de nuestra identidad, que nos fortalece y nos apuntala. 
 
Un ejemplo de nuestro actuar y de nuestras emociones cuando no hay inclusión familiar sería el caso de Alejandro, nieto de un italiano y una criolla (indoamericana, morena). Su abuelo descalificaba a su mujer por su origen. Él formó pareja con una mujer de raíces nativas y muy morena. Y aunque no llegó a conocer a sus abuelos, se sabe intolerante con los discriminadores, siente la tristeza de su abuela como propia y muchas veces no puede dominar su ira justiciera.
 
Sanar, concluir lo no tramitado en nuestra familia, es lo que nos permite estar abiertos a la comunidad más grande que nos enriquece. Entramos en diálogo, nos sostiene, pertenecemos y nos permite ser humanos.




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