Me remito a la cultura particular del lugar donde habito. Dentro de esta ubicación espacio-temporal, cuando tuvo lugar la muerte y la gran pérdida e implicación emocional que aborda este acontecimiento, inesperado como siempre, tuvimos que pensar rápidamente qué hacíamos con nuestro hijo. No era cualquier familiar el que había muerto, era su bisabuelo, que vivía contiguo a nuestra casa. Es decir, lo veía diariamente y compartía momentos con él. No nos parecía adecuado, porque iba en desacuerdo a nuestros principios, negar la muerte e inventarle una historia con final feliz. Por ejemplo, decirle que se fue a descansar o que está dormido, frases muy aceptadas socialmente pero que sin embargo le dificultan al niño el duelo. Se habla de aplicar la insensibilidad post-mortem: «las personas ya no sienten, ni ven, ni oyen nada» (Guía de duelo infantil, FMLC, 2016)
Con esta premisa, permitimos que lo viera, se despidiera, que fuera por un momento al tanatorio. Estamos hablando de un pequeño de cuatro años, que lograba razonar y procesar la situación, lógicamente de acuerdo a su edad. Para muchos adultos fue chocante la visita de mi pequeño al tanatorio, pero a pesar de dicha atmósfera intentamos que fuera lo más normalizado y natural posible, explicándole qué ocurría en diferentes momentos del «ritual de despedida» que hacemos los cristianos. No niego que me preocupaba su reacción ante el dolor de la familia, el vernos tristes o silenciosos, pero veíamos también el poder de la palabra y del amor por nuestro hijo en dichas circunstancias.
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