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Navidad, ganas de esperanza

Javier Rubio

Caras serias, vidas insatisfechas, futuro precario. Soñar cuesta. Sin embargo, nunca antes ha habido tanto deseo de esperanza.
Luces navideñas, descansar con mi gente, ambiente de fiesta... todo ayudará a que mejore el humor del país. Falta hace. Está acabando el año y a mucha gente le va a faltar un poco de aire. Sales a la calle y te topas con caras serias. Las personas acomodadas podrán satisfacer sus necesidades y deseos, pero los demás... Sus ingresos se han estancado, cuando no disminuido, y han tenido que revisar sus gastos y sus planes, obligados a una austeridad forzosa. Efectos de la crisis. Pero hablémonos claro: ¿son sólo los factores económicos, financieros y sociales los que explican esa sensación de insatisfacción que uno percibe? Creo que no. Ni tampoco depende, o no del todo, de esa impresión de inseguridad que se ha incrustado en muchas vidas, provocada por tanto delito como se comete. La representación del mundo que nos transmiten los medios de comunicación, lo sabemos bien, no es la realidad, no es el país real, que es mucho más positivo. Sólo que la carga de violencia que llevan los noticiarios nos condicionan tanto que nos sentimos impotentes ante “lo peor”; y parece que no se acaba nunca. Todo esto es verdad. Pero, por otra parte, la situación no era muchísimo mejor hace un año. Quizás lo que esté cambiando es la percepción del presente, un “ahora” que se ha vuelto agobiante y pesado. La lógica del individualismo llevada al extremo (incluso en las instituciones) tiene sus efectos. La sociedad ya no alberga procesos ni proyectos de conjunto, y mucho menos sueños compartidos que proporcionen motivaciones en el presente. Es como si ya no hubiera espacio para apasionamientos arrolladores, exceptuando los que proporciona el deporte, que duran dos días. El impulso individualista disgregador lo ha ocupado todo. Además, la población envejece, y eso no ayuda, porque predominan los recuerdos frente a las esperanzas; o mejor dicho, las expectativas. Porque esto también le ha ocurrido a mucha gente, que sus esperanzas se han convertido en expectativas, que son más prácticas. Tener esperanza es una operación comprometida. Es más, es un ejercicio revolucionario, y la cultura dominante lo teme, y los poderes fácticos lo obstaculizan. Tener esperanza significa tener una meta alta, saborear el futuro. Y también quiere decir saber que uno significa algo ahí donde está, que puede tomar decisiones en base a lo que le dicta su fe (si cree) y su conciencia libre y firme. En resumen, tener esperanza es un asunto tremendamente serio y a la vez decididamente alegre; implica intrepidez, altruismo, incluir, compartir; anima a sembrar en el presente hechos que serán cosechados en un mañana mejor. Un ejemplo. Un amigo mío ha cogido la costumbre de pasear después de comer, algo más de media hora rodeando un bosquecillo cerca de su casa. Un día cruzó el bosque y descubrió que estaba lleno de basura. El alma se le vino a los pies: ese rincón del jardín de Dios se le transformó en pocilga de los hombres. Desde entonces, cada vez que va a pasear sale del bosque con una bolsa llena de basura. Alberga la esperanza, no tanto de limpiar o dar ejemplo, sino de que futuros paseantes se sientan estimulados por la belleza de un bosque limpio y no dejen ahí sus residuos. Idealista, sí, pero con los pies en... el jardín de Dios. No nos salvamos solos, pero tampoco podemos tener esperanza solos. Según las más recientes reflexiones de los sociólogos, el futuro dependerá de las minorías vitales, de unas comunidades vivas presentes en distintos ámbitos, y de su capacidad de interconectarse y llevar al país a desarrollarse también en el aspecto ético. Hay que tener esperanza, y la Navidad nos ofrece una buena oportunidad a todos, jóvenes, adultos y ancianos. RAZONES PARA LA ESPERANZA Decía Benedicto XVI que «el presente, aunque sea fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esa meta, y si esa meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino». Albergar esperanza no es creer que las cosas van a ser como a nosotros nos gustarían que fueran. Albergar esperanza supone saber que, más allá de nuestras ilusiones y propósitos, lo mejor para nosotros y para los demás esta por venir. No como receta, sino como consejo universal, valdría sacar una conclusión como ésta: no esperes lo que te conviene, sino lo que conviene al bien. Si aún así ves frustradas tus esperanzas, has de saber mirarlas en el horizonte de una esperanza más grande, esa que no puedes dejar que se extinga, porque si se extingue no sólo carecerán de sentido los fracasos, sino que tampoco tendrán sentido los éxitos. Explica muy bien esta verdad profunda una reflexión sobre una situación angustiosa difícilmente superable, la de Victor Frankl recordando su paso por Auschwitz: «La máxima preocupación de los prisioneros se resumía en una pregunta: ¿sobreviviremos al campo de concentración? De lo contrario, todos esos sufrimientos carecerían de sentido. La pregunta que a mí, personalmente, me angustiaba era esta otra: ¿tiene algún sentido todo este sufrimiento, todas estas muertes? Si carecen de sentido, entonces tampoco lo tiene sobrevivir al internamiento. Una vida cuyo último y único sentido consistiera en superarla o sucumbir, una vida por tanto cuyo sentido dependiera, en última instancia, de la casualidad no merecería en absoluto la pena de ser vivida». Al final, hay que admitir que la mejor razón para la esperanza es la fe. «No creemos sino lo que esperamos. No esperamos sino lo que creemos», decía alguien con conocimiento de causa, pues vivió siempre con dudas respecto a su fe, como fue Miguel de Unamuno. Es más, podemos decir, por nosotros mismos, y por amor desinteresado a todos los hombres, que no queremos un mundo en el que todos tengan fe a toda costa, o en el que todos sin motivo huyan de la desesperanza. Persigamos un mundo en el que la fe buscada dé testimonio de la esperanza anhelada, y en el que la esperanza asentada dé testimonio de la fe acercada. Manuel María Bru



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