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Con un poco de magia

Pilar Cabañas Moreno


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La señora conejo vivía en una madriguera muy bonita. Cuando sus hijitos se iban al colegio, lo ponía todo en su lugar. Colocaba los cojines en el sofá, barría las migas de la alfombra, fregaba las cacerolas y hacía las camas. Además trabajaba el huerto para que las patatas, espinacas y zanahorias crecieran sanas y tuvieran buen sabor. En las ventanitas tenía unas macetas con tomatitos para dar color y hacer la ensalada. No era fácil; se necesita esfuerzo y cariño para tener una casa así. Ella no le daba importancia porque muchas mamás lo hacen.
 
Al salir del colegio, Nicolás y sus hermanitos jugaban con sus amigos en la pradera. Junto a la encina grande vivía una pareja de gnomos muy viejecitos. Y cuando Nicolás y los demás se cansaban de correr y saltar, se acercaban a su diminuta casa. Si hacía sol, casi siempre los encontraban delante de la puerta en sus mecedoras. Sara, la anciana, solía sacarles galletas caseras de chocolate. Y si Nicolás o alguno de sus amigos tenían un problema, les pedían consejo. Ellos, al ser muy mayores, tenían mucha experiencia y eran muy sabios.
 
Un día a Nicolás se le ocurrió celebrar una fiesta de bienvenida a su amiga la golondrina, que regresaba tras pasar el invierno en lugares más calentitos. Con la ayuda de sus hermanos convenció a sus papás para celebrar la fiesta en casa. Sus padres escucharon con atención y les dijeron: «Ningún problema. Hagamos un trato: nosotros nos vamos y vosotros preparáis la fiesta, y cuando regresemos todo estará tal y como lo veis ahora: limpio y ordenado». A Nicolás le pareció un buen trato. 
 
El conejito pasó toda la semana nervioso y ocupado con la fiesta. En cuanto vieron que la bandada se acercaba, fueron corriendo a esperar a la golondrina bajo el lugar donde estaba su nido. Felices por estar juntos de nuevo, no paraban de hablar. «¿Dónde está Nicolás?», preguntó la golondrina. «En casa. Hoy le han mandado muchos deberes», dijo la ardilla para disimular. «Si no estás muy cansada –añadió el topo­–, podemos ir a ver si ya ha acabado». «Vale», dijo la golondrina.
 
Llegaron a la madriguera y la puerta estaba abierta. Estaba oscuro. Cuando Nicolás y sus hermanos calcularon que estaban todos, encendieron la luz. ¡Qué bonito estaba todo! ¡Globos, bocadillos y zumos de colores! No pararon de jugar, saltar y arrastrarse por el suelo… Incluso volaron trozos de tarta que acabaron estrellados en alguna cara. Cuando los invitados se marcharon, Nicolás y sus hermanos cayeron rendidos, dos en el sofá, otro en el sillón de papá, y el más pequeño en un mullido cojín.
 
Al despertar a la mañana siguiente, pensaron que aquella no era su madriguera. Normalmente todo estaba en orden y creían que sucedía por arte de magia, pero esta vez la magia no había funcionado. Muy preocupado, Nicolás salió corriendo a contárselo a los gnomos. Ellos le escucharon con paciencia. «De modo que os habéis despertado y todo estaba sucio y revuelto: pisadas en el sofá, mermelada en las cortinas…». «Sí», respondieron. «¿Y qué esperabais?». «Que funcionara la magia», dijeron los conejitos. «Pues si la magia no ha funcionado y tenéis un trato, tendréis que limpiar vosotros». Las cejas de los conejitos se arquearon al máximo. Sara les dijo: «No os preocupéis; yo os puedo aconsejar».
 
Tenían que darse prisa pues sus papás regresarían a la hora de comer. La anciana se subió a una estantería del salón y desde allí repartía órdenes. Les costó muchísimo limpiar las manchas de chocolate, barrer el confeti y volver a poner cada cosa en su lugar. Sara estaba sorprendida y les explicó: «Cada noche, cuando os acostáis, no hay ningún ser mágico que limpie y recoja. Es vuestra mamá. No hay magia, solo mucho amor».
 
Todos se quedaron pensando que debían ser más cuidadosos. De repente, el más pequeño gritó: «¿Y si hacemos un poquito de magia y preparamos una ensalada de trébol y zanahoria para cuando lleguen papá y mamá?». Y salieron disparados al huerto para recoger los ingredientes mágicos.
 
Y colorín colorado este cuento se ha acabado.
 
 
Pilar Cabañas Moreno
Ilustraciones: Blanca López Cabañas
 




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