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¿Será verdad?

Javier Rubio

La difusión de noticias falsas o bulos en las redes sociales puede llegar a tener graves consecuencias.


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s bastante normal hoy en día recibir mensajes de cierto tono alarmista, ya sea solicitando solidaridad, advirtiendo de un peligro o simplemente reclamando nuestra atención sobre un suceso. Y es muy posible que los hayamos difundido sin pensarlo dos veces. ¿Por qué? Puede que la persona que me lo ha enviado me inspire confianza, pero ¿es argumento suficiente? 
 
Si verificásemos toda la información que compartimos en Facebook o por WhatsApp, no seríamos divulgadores de bulos, cuyas consecuencias pueden llegar a ser muy serias. Se han dado casos de violencia extrema motivados por un bulo difundido por las redes sociales.
 
La lista de falsedades que circula por las redes es interminable, y hasta llegan a colarse en los medios de comunicación «serios». Tienen en común ese tono alarmista y una evidente imprecisión debido a la ausencia de datos. En muchos casos son auténticas manipulaciones puestas en circulación por intereses de todo tipo y su veracidad resulta difícil de comprobar. En ocasiones pretenden avalarse en el criterio de personas o instituciones respetables, siguiendo una técnica que ya utilizaba en el siglo XVI el Arcipreste de Hita, atribuyendo a los filósofos de la antigüedad sentencias que esos filósofos no habían pronunciado.
 
Otra dinámica de «desinformación» se lleva a cabo con esos textos «bonitos» atribuidos a personalidades que inspiran respeto. Por ejemplo, ¿quién no ha compartido una reflexión del papa Francisco o de la Madre Teresa sin asegurarse antes de que es realmente suya? Luego llegas a saber que la oficina de prensa del Vaticano ha tenido que salir al paso para aclarar que tal pensamiento no es del Papa o que es una tergiversación.
 
Es bastante conocido (no hace falta verificarlo) un episodio de la vida de san Felipe Neri que ilustra muy bien el daño que causan los bulos. Tras oír en confesión a una mujer algo «cotilla», le impuso la penitencia de desplumar una gallina y luego esparcir las plumas por las calles de Roma. La sorprendida mujer así lo hizo y volvió a ver al santo. Este le dijo que la penitencia no estaba completa, pues ahora tenía que recoger todas las plumas. ¡Imposible!, protestó la mujer. Pues bien, eso mismo ocurre con los bulos, que no es posible remediar el daño causado.
 
Quizás lo más preocupante de este complejo asunto es entender por qué hasta los que se creen más listos caen en la trampa de las falsedades. Una buena explicación la da la periodista Elena Sanz (El Mundo, 21-3-17), remitiéndose a las investigaciones del neurocientífico británico Laurence Hunt, que asegura que «lo normal es que si tenemos ya una idea preconcebida, busquemos información que [la] corrobore […] con el apoyo químico de la dopamina». Es decir, el «sesgo de confirmación», que así se denomina el mecanismo, demuestra que nuestra mente es incapaz de ser objetiva al cien por cien, pues tendemos a dar credibilidad a lo que concuerda con nuestras ideas e ignoramos lo que las contradice. 
 
Lo peor ocurre cuando un bulo adquiere carácter de «noticia» y se cuela (o la cuelan) en la prensa porque el periodista de turno no ha contrastado debidamente las fuentes. Sobran ejemplos, pero nos limitaremos a uno. 
 
En noviembre pasado algunos periódicos españoles reprodujeron la noticia de que en Suecia se iba a prohibir la iluminación navideña en las calles para no ofender la sensibilidad de los inmigrantes no cristianos. La noticia, que antes se había hecho viral en las redes, fue oportunamente desmentida por periodistas que vieron algo extraño en ella, sospechando cierta intencionalidad manipuladora. Llegaron a confirmar que no se trataba de tal «prohibición», sino de una medida de seguridad propuesta por un ente público con el fin de impedir accidentes. Mientras tanto, quienes estaban «de acuerdo» con la primera versión habían difundido la noticia, generando más tensión y prejuicios contra la inmigración.
Que no nos entre ahora el complejo de víctimas. Ya hay quien se dedica a «cazar» falsedades y desmentirlas. Los llaman «cazadores de fakes» (un ejemplo: genbeta.com). Pero sobre todo, pongamos en funcionamiento nuestros propios recursos. 
 
Antes de compartir un mensaje, leámoslo atentamente y preguntémonos si la información es razonable. Si tengo dudas, puedo contrastar en internet las fuentes; basta con reproducir un fragmento del texto en el buscador y seguro que encontraré muchos sitios en los que verificar la información. Probablemente habrá sitios poco fiables o incluso maliciosos, así que mejor me fiaré de los que tienen suficientes avales. 
 
En cualquier caso, es mejor no dejarse llevar por los prejuicios, que todos los tenemos, y siempre siempre desconfiar de las coacciones (reenvíalo, compártelo con tus contactos, alerta, mi amigo policía me ha dicho…). ¡Ah!, y ya que todos somos vulnerables, si meto la pata reenviando un bulo, lo suyo es pedir luego disculpas.


Según los «cazadores de fakes», generalmente las noticias falsas tienen algunas de estas características:

 
-Citan nombres de personas o instituciones que les den credibilidad.
-Usan nombres de personas con cargos importantes o de instituciones que no existen.
-No tienen fecha, de modo que siempre parecen recientes.
-Piden que se comparta con el mayor número de personas posible.
-El texto es incoherente, confuso y tiene errores gramaticales.
-No indican una fuente fiable.
-Tratan de asuntos que interesan a mucha gente: salud, famosos, hijos, religión, dinero…
-Tienen un tono conspirador, invitando a formar parte de un grupo selecto.
-Usan una grafía atrayente: mayúsculas, colores…
-Mezclan hechos reales con otros de ficción.
 


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