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El piano

Lito Amuchástegui

A veces pienso que los objetos tienen vida propia, sobre todo los instrumentos musicales. 


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Será porque siempre me ha gustado la música y respeto tanto la madera de una guitarra que no digo «toco la guitarra», sino «la dejo que toque».
 
Al terminar una actuación en un teatro con estilo de otra época, recorro el escenario para ver si me he dejado algo. De pronto ahí lo veo. Detrás de un gran acondicionador de aire se esconde un piano vertical. Con no poco esfuerzo consigo moverlo y examino sus teclas llenas de polvo. No veo la marca del fabricante y a primera vista no logro entender donde «ha nacido». 
 
Rozo algunas teclas y el piano emite unos sonidos tenues, como si me los estuviera regalando. Me atrevo con un acorde a dos manos en medio del teclado y el viejo instrumento, casi lamentándose, me dice que ya no está tan afinado como debió de estarlo. Es más, algunas de sus 88 teclas se hunden. Pruebo otros acordes, siguiendo una melodía improvisada, y las teclas se me van apareciendo blancas y lustradas, al tiempo que mis dedos se van ennegreciendo. Al final me despido del piano y allí se queda, esperando que otro artista solitario, o quizás un niño, lo vuelva a descubrir y acepte su invitación a llenar de sonidos el teatro vacío.
 
Me pregunto si todo esto no habrá sido una metáfora de lo que sucede con las personas con quienes me encuentro a lo largo de la vida. Muchas veces solo esperan que alguien roce su existencia para demostrar lo que son capaces de dar. Es verdad que me puedo ensuciar las manos y mis oídos pueden captar un reproche algo desafinado o desentonado, pero son cosas superficiales.
 
La nobleza que imprime a las personas su «marca de fábrica» siempre refleja la imagen del Infinito. Quizás se esconda bajo la piel, pero en algún momento puede aflorar la esplendorosa sinfonía que oculta todo hombre y toda mujer. Como el viejo piano del teatro, están esperando a que alguien los descubra.




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