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Cada día, un puzle

Sebastián Minot

Las vivencias de cada día forman un puzle. Se trata de aprender a encajar rostros y colores.


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El día ha amanecido nublado, también en mis pensamientos. Anoche me dormí dándole vueltas a algunas noticias del telediario: ¿por qué un padre llega a matar a su mujer y a sus hijos?, ¿por qué hay tanto fanatismo cruel?, ¿por qué tantos se dejan atrapar por el seductor poder del dinero?... Esas preguntas me siguen rondando mientras camino, cuando un coche se detiene a mi lado. Seguro que me pregunta por una calle. Pero no, la señora me señala amablemente que llevo la mochila abierta. ¡Vaya, este gesto es como un rayo de sol!

 

Unos metros más adelante me cruzo con mi vecino Ricardo. Siempre tiene problemas nuevos y cada vez le falta un euro para tabaco. Hoy está preocupado por los jóvenes sin ideales. Tiene un hijo adolescente con el que casi no logra comunicarse, y teme que se haya metido en algún lío. De repente me dice muy serio: «He seguido tu consejo para poder soportar a mi mujer, que habla durante horas y horas por teléfono. Anoche, en lugar de hacer ruido para molestarla, le llevé una silla para que estuviera más cómoda. Me miró con unos ojos como platos. Y yo, tan feliz». Yo también me siento ahora feliz mientras voy a la oficina de correos.

 

¡Menuda cola! No es normal. Hace calor, el aire está viciado y los empleados parecen nerviosos. Miro el reloj para ver si se me hace tarde y entonces un señor me pregunta la hora. Luego añade: «No me encuentro bien». Le pregunto por qué y me cuenta que hace un año tuvo un ictus que le afectó también el habla. «Para ejercitarla –dice–, me ponía delante de un espejo. Y cuando voy a dar un paseo, les hablo a los árboles. Pero me gustaría hablar con alguien. En casa solo tengo a mi padre mayor. Mi mujer me abandonó. Pero bueno, ahora estoy mejor y le doy gracias a Dios».

 

Le cuesta hablar; me recuerda a esos alumnos que van buscando las palabras cuando les preguntas en clase. Le doy mi teléfono: «Podemos quedar alguna vez; así, en lugar de hablar con los árboles, hablas conmigo». Me llega el turno. Le comento al empleado el estado de este hombre y él, alzando la voz, se dirige a todo el público pidiendo permiso para que dejen pasar a una persona que no puede estar mucho tiempo de pie. El hombre, sorprendido, se me queda mirando con cara de niño grande.

 

Llego a tiempo para coger el tren. ¡Menos mal! Cuando me siento, veo al revisor discutiendo con una señora que no lleva billete. La señora protesta y el revisor le aclara: «Lo hago por su bien. Si ocurriese un accidente, el seguro no se haría cargo por no tener billete». Pero ella no ceja y el revisor continúa con su tarea protestando: «¡Que nadie pida disculpas! ¡La culpa es siempre del revisor!».

 

Un anciano sacerdote sentado a mi lado me comenta: «Todo lo negativo que desorienta a la humanidad podemos vencerlo con la oración, porque es la forma de energía más potente, según Alexis Carrel».

 

Antes de bajarme, aún tengo tiempo para darme cuenta de que cada día es como un puzle. Tengo que aprender a encajar rostros y colores.





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