«Por eso, acogeos mutuamente, como Cristo os acogió para gloria de Dios» (Rm 15, 7).
Queriendo ir a Roma y desde allí proseguir hacia España, el apóstol Pablo manda primero una carta suya a las comunidades cristianas presentes en aquella ciudad. En estas, que pronto testimoniarán con innumerables mártires su sincera y profunda adhesión al Evangelio, no faltan, como en otros lugares, tensiones, incomprensiones y hasta rivalidades. En efecto, los cristianos de Roma son de diversa extracción social, cultural y religiosa. Los hay que proceden del judaísmo, del mundo helénico y de la antigua religión romana, tal vez del estoicismo o de otras corrientes filosóficas, cada una con sus propias tradiciones de pensamiento y convicciones éticas. A algunos se los llama débiles porque tienen usanzas alimentarias peculiares –son vegetarianos, por ejemplo– o se atienen a calendarios que señalan días especiales de ayuno; a otros se los llama fuertes porque, libres de estos condicionamientos, no están sujetos a tabúes alimentarios o a rituales especiales. A todos les dirige Pablo una invitación apremiante:
«Por eso, acogeos mutuamente, como Cristo os acogió para gloria de Dios».