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Para que se sientan vivos

Laura Fernández

Una idea sencilla. Fue como si el sol hiciese rebrotar la hierba.
Hacía años que había dejado de ir a misa, pero Dios no había desaparecido completamente de mi vida. Cuando era pequeña, admiraba la creación y ésta me hablaba de Él. Ya de adulta, gracias a una amiga mía, descubrí que Dios me amaba y me sentí impulsada a volver a la Iglesia. Era como si hubiera encontrado un tesoro que daba sentido a mi vida, y entendía que para no perderlo tenía que cambiar de rumbo y ponerme a amar al prójimo. Desde ese momento mi trabajo –soy ergoterapeuta en una residencia de ancianos– adquirió un nuevo significado. Quería transmitir a todo el que me encontrase algo de esa luz que palpita dentro de mí. No fue fácil al principio. Muchas veces me vi rechazada por los compañeros, que pretendían impedirme que llevase a cabo cualquier iniciativa que tuviera que ver con la fe. Pero en mi corazón nada cambiaba, ya que también podía amar a los que me llevaban la contraria. Una vez al año todos los empleados tenemos una entrevista con los responsables de la residencia. Este año, tras una breve evaluación positiva de las tareas que habíamos realizado, pasamos a hablar de los objetivos. Y aunque sabía que mis compañeros no estaban en la misma onda, me atreví a decir que sería bueno dedicar más tiempo a conversar con los residentes. Me sorprendió mucho la respuesta de los responsables: «Hemos notado que tienes buena relación con ellos, sabes escucharles y comprendes sus necesidades. Se sinceran contigo y eres para ellos un punto de referencia importante. También valoramos tu buena relación con el capellán; es más, no estaría mal colaborar más con él». Entonces les propuse una idea: poder contarles o leerles a los ancianos de vez en cuando experiencias positivas de vida cristiana con el fin de ayudarles a sentirse “vivos”. La respuesta fue afirmativa: «Podrías dedicar la tarde del miércoles a eso, formando pequeños grupos con los que lo deseen. También queremos hacer un noticiario impreso, así que, además de una sección recreativa y de actividades, podríamos poner esas historias y lo que éstas suscitan en ellos». No me lo podía creer. Llevaba años soñando con poder hacer algo así. Después de empezar a compartir esos episodios de vida cristiana, noté cuánto lo agradecían los ancianos y qué sed tenían de conocer testimonios verdaderos, auténticos. Una vez, la directora de la sección abrió la puerta y echó una ojeada mientras yo estaba leyendo, pero se fue enseguida. Luego me dijo que no había querido molestar ni romper el clima de atención que había visto. Una vez una residente me dijo: «Cuando llegué aquí, tenía un peso tan fuerte en el pecho que casi no podía respirar; ahora, escuchando estas historias, respiro a pleno pulmón». Entre los residentes se ha corrido la voz de que tenemos estas ocasiones para compartir. Una vez una anciana me dijo: «¡Para qué voy a ir a escuchar! Si pienso en todo lo que he vivido, podría escribir un libro». Me dolió un poco, pero enseguida cambié de actitud y la escuché atentamente. Luego le propuse si quería conversar, así que fijamos una cita. Había llegado a sus noventa años –me contó– con una herida abierta desde que tenía siete. Y estaba esperando el momento de poder liberarse de ella. No lograba perdonar, y como no era creyente, no podía recurrir a la fe para sanar la herida. Hablamos del perdón, del futuro que nos espera, de la existencia de Dios… Estuvimos una hora y media hablando y al terminar me dijo que nunca se había sentido tan libre. No paraba de darme las gracias. La relación con ella sigue y me va desvelando otras vicisitudes en las que ella misma descubre la intervención de Dios. O sea, que está recobrando la fe. Cuando la edad avanza, es difícil olvidar los dolores y perdonar las ofensas que uno ha sufrido. Me estoy dando cuenta de que el amor que trato de dar a estas personas es como el sol de primavera, que hace rebrotar la hierba en la tierra árida.



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